Con la muerte de José Mujica se cierra, ahora sí, una época histórica en la que se procesó la apertura democrática y su consolidación. Mujica la compartió con otros actores, algunos de los cuales fueron sus adversarios. Todos sumados conformaron ese período que empieza a cerrarse cuando Luis Lacalle Pou asume su presidencia y hoy se reafirma con la partida de este popular líder.
Tarigo y su rotundo No, Seregni y la concertación, Sanguinetti en las tensiones de la transición, Medina en su necesario rol, Wilson abriéndose a la gobernabilidad, Lacalle Herrera y su intento de modernización, Batalla tendiendo puentes, Batlle sobreviviendo a la crisis, Vázquez inaugurando el primer gobierno frentista y ya sobre el fin de ese período (no estu-vo en el comienzo), Mujica que de- ja atrás su pasado violento y acepta actuar con las reglas. A cada uno le tocó su parte y la de Mujica no fue menor.
Su popularidad fue inmensa y vastos sectores de la población lo quisieron con genuino afecto. Confieso que en lo personal ese innegable carisma nunca me sedujo.
Cuando en 2009 Mujica fue el candidato frentista, muchos creyeron que por su desalineo y forma de hablar, era el político menos “presidenciable”. Sin embargo ganó.
Se comunicaba con gestos simples, pícaros, sutilmente teatrales. Siendo ministro asistió a la reunión que Vázquez y su gabinete tuvo con el presidente George W. Bush en Anchorena. Había que explicarle, no al país ni a Bush sino a sus amigos radicales, cómo era posible que un viejo guerrillero conversara amablemente con el titular del imperio yanqui. La prensa quiso recoger sus reflexiones y lo encontró ese anochecer, ya de regreso en su chacra, subido al tractor. Era obvio que no estaba arando; era pura pose. Pero la imagen del campesino que dialogó con el imperio fue fuerte.
Tras el fin de la dictadura, Mujica y otros tupamaros se integraron muy de a poco al juego electoral. Les costó contener sus reflejos violentistas como lo demostró la asonada del Hospital Filtro, aquella dramática noche en que quisieron impedir que se cumpla un fallo judicial para extraditar a terroristas del ETA a España.
Su gran cambio se vio cuando aceptó las reglas y fue diputado, senador y finalmente en 2010 presidente. Ese fue el punto culminante del proceso iniciado en 1985. El guerrillero que se levantó en armas contra la democracia, que cometió crímenes, que fue derrotado y encarcelado en condiciones inhumanas, llegaba a la presidencia por las urnas y sin intención de alterar el Estado de Derecho. Sin embargo, pese a haber renunciado a las armas jamás se disculpó por el inmenso daño hecho a los uruguayos ni por la arrogancia de apelar a la violencia en representación de nadie. Nunca pidió perdón.
Fue el peor presidente desde el retorno de la democracia. Si eso pasó inadvertido fue gracias a la bonanza que arrancó en 2004 (y puso fin a la crisis de 2002) y se sostuvo con las exportaciones agropecuarias. Mujica gobernó sin agenda ni prioridades. Lo que proponía un día, lo desestimaba al otro y quedaron al desnudo los desastres de Pluna, Ancap y el despilfarro en las empresas públicas. Dejó pasar esa bonanza sin impulsar un desarrollo duradero.
No por convicción personal sino por pragmática aceptación a lo que le aconsejaron, impulsó la “nueva agenda de derechos”: aborto, regulación (no liberación) de la marihuana y el matrimonio gay.
Creador de una nueva universidad (la UTEC), sin embargo fracasó en su promesa de transformar la educación. Sí dio un golpe genial al convencer al argentino Julio Bocca para que dirigiera el Ballet Nacional. Dicho esto y pese a su peculiar estilo, Mujica no se apartó de lo que ha sido la continuidad institucional.
En muchos asuntos, se desmarcó de las posturas típicas de la izquierda. Pensaba con independencia pero no lideraba y acataba el discurso mayoritario: “no me la llevan”, decía. Su postura frente a los excesos de la dictadura fue más flexible que la de otros sectores.
Para un país de perfil bajo, el reconocimiento internacional a Mujica fue impresionante. La imagen del “presidente más pobre del mundo” se impuso en un mundo donde muchos gobernantes acumulaban riqueza, no siempre bien habida, y además la ostentaban. En realidad no era pobre, pero sí austero.
Se llevó bien con Lula y el chavismo. Intentó entenderse con Cristina Kirch-ner tras la pésima relación de ésta con Vázquez, pero no fue fácil. Cristina quiso pegarse a su popularidad aunque en el fondo lo subestimaba.
Su estilo de filósofo a veces sabio pero también simplón, cautivó al mundo.
Hoy, gran parte del país llora su muerte y la otra no puede evitar, legítimamente, cobrarle cuentas. El ascenso del exguerrillero a la presidencia completó el círculo y con su muerte finaliza un ciclo de 40 años en que se construyó una sólida democracia. Llega el turno de una nueva generación. Los viejos cumplieron su parte.