Ocurrió en las sierras cordobesas de Argentina en 1985 y hasta el momento no se ha concretado un remedio eficaz para las tierras afectadas
Los ‘gigantes’ del uranio y un error geopolítico
Durante la última dictadura militar, la Comisión Nacional de Energía Atómica de Argentina, CNEA —presionada por objetivos estratégicos— puso en marcha una campaña frenética para abastecer un ambicioso plan nuclear: cinco centrales atómicas en construcción. En ese marco apareció el yacimiento Schlagintweit, ubicado en el cerro Los Gigantes, y se licitó su explotación sobre un área de cien kilómetros cuadrados.
La elección respondió más a criterios de conveniencia política y económica que técnicos: el yacimiento ‘Rodolfo’, cercano a Cosquín, era radioactivamente superior y atractivo. Sin embargo, la decisión de no explotarlo apuntó a evitar el colapso de una ciudad turística y sus barrios perimetrales. Con ese contexto, la mira se dirigió entonces a Los Gigantes.
Un contrato que desbordó el marco legal

Curiosamente, la adjudicación fue para Sánchez Granel, una empresa de ingeniería no minera que se presentó sin experiencia previa. El acuerdo, firmado en julio de 1979 bajo la administración de la CNEA, violaba la ley de minería 24.472, que prohíbe concesiones privadas de minas nucleares
Entre 1982 y 1985, la empresa removió 1,6 millones de m³ de suelo, instaló 20 km de caminos y una planta de procesamiento a cielo abierto equipadas con torres de intercambio iónico y una presa de ocho hectáreas para neutralizar líquidos ácidos. Pero lejos de contenerse, parte del efluente —300 millones de litros— fue vertido al río San Antonio y al lago San Roque.
¿Pero qué pasó? ¿Por qué debieron verter tantos millones de solución de ácido sulfúrico a los ríos que alimentan la cuenca del La San Roque? Según los estudios de la CNEA, el «Schlagintweit» poseía una mineralización homogénea, como si hubiese sido una sábana de uranio. Estas reservas son denominadas en geología AMAS. Tenía reservas cercanas a 1.000 toneladas de óxido de uranio (U306), en materias primas nucleares de «baja ley», casi 300 partes por millón (ppm).
Un grave error
Considerarlo AMAS al «Schlagintweit» fue uno de los errores más graves, y se debió en cierta manera a la «moda» que había dentro de las tareas internacionales de exploración en la década del 70, donde lo que se encontraba en uranio era -a priori- AMAS. Aunque aún está en dudas si el error cometido no fue premeditado e inducido por la empresa francesa que vendió y luego supervisó el método de extracción.
Con el correr de los años y en plena tarea se comprobó que el yacimiento era una variante del AMAS, de nombre STOCKWORK que posee fisonomías y comportamientos similares, aunque con estructuras diferentes.
Cuando los geólogos de Sánchez Granel se pusieron al frente del trabajo se preguntaron, ¿dónde está el AMAS?, porque tenían 300 gramos de mineral en un lugar, y a los 15 centímetros no había nada.
Tras la decisión de explotar el yacimiento, viajaron a Los Gigantes técnicos de la CNEA como Jorge Berizzo y Lucero Michouc -que habían trabajado en Francia-, pero en yacimientos AMAS que tenían 5 kilogramos de mineral por tonelada, y no 300 gramos. Al llegar a la planta trabajaron como habían aprendido en Europa e hicieron dos galerías que dieron sobremineral.
Esos socavones fueron removidos minuciosamente por los técnicos de Sánchez Granel, y a un metro de ellos no había mineral. Sin embargo, en las galerías se hallaban pedazos de lajas de «autunita» que era lo que se extraía.
Engaño
El, entonces, geólogo Mario Romero explicó que «esos trozos engañaron a los investigadores de la CNEA, que creían haber encontrado uranio como para hacer dulce. Por eso se llegó a triturar un millón de toneladas de roca, extrayendo un elemento químico radioactivo que no era uranio sino Torio, (Th)».
Nadie supo de la existencia del torio (Th) y no había en la Argentina los equipos necesarios para detectarlo. Los técnicos leían radioactividad, pero por más lecturas positivas o ácido que echaban a la roca, no daba uranio.
Los obreros recordaron errores groseros que se cometieron por desconocimiento. Por ejemplo, que realizaban la explotación sin que la roca se moliera. Hubo una confusión en torno a lo que era el yacimiento, que entregaba rocas grandes y cuando se las regaba con ácido sulfúrico se formaban canales de escurrimiento preferenciales, y el ácido pasaba sin que el uranio se lavase. En consecuencia, se gastaba más cantidad de ácido que terminaba en los ríos.
Así se produjo la mayor contaminación química registrada en una cuenca de agua dulce en América del Sur.
Daños irreversibles y evasión legal
En 1985, Alberto Costantini, titular de la CNEA, admitió públicamente la contaminación. En 1986 llegaron las denuncias ciudadanas: agua verdosa, peces muertos y vacas con patas deformadas por contacto con el estado. El entonces, ex diputado José Manuel De la Sota habló de “impactos inconmensurables” ante el Congreso.
Sánchez Granel capitalizó el crecimiento del precio del uranio —de 100 a 20 dólares por kilo—, pero el foco se volvió ahora hacia esquemas financieros. En 1991, se rescindió el contrato: la empresa cobró la producción sin precisar las condiciones ambientales. El pasivo, en cambio, permaneció a cielo abierto
Un basurero radiactivo expuesto
Hoy, en Los Gigantes se acumulan 2,4 millones de toneladas de residuos, 1,6 millones de mineral estéril y más de 300.000 m³ de lodos y líquidos tóxicos. La CNEA lo define como un “depósito controlado”, pero técnicos locales y especialistas ambientales rechazan la presentación: consideran que el pasivo está en constante erosión y lixiviación.
Pese a eso, hasta el momento no se ha concretado una remediación eficaz. En 2005, la CNEA solicitó financiamiento al Banco Mundial. Surge el proyecto PRAMU, que prevé estudios y acciones a largo plazo, pero hasta ahora no se han ejecutado más que monitoreos parciales.