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lunes, mayo 5, 2025

¿Se unirá América Latina contra Trump?

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El 2 de diciembre de 1823, el presidente estadounidense James Monroe declaró que el continente americano «ya no debía considerarse objeto de futura colonización por parte de ninguna potencia europea». Con estas palabras aparentemente bienintencionadas nació la «Doctrina Monroe», que acabó convirtiéndose en sinónimo del imperialismo estadounidense en América Latina.

El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca para un segundo mandato marca una nueva etapa en la larga historia de dominación de Washington sobre su «patio trasero», con cambios que incluyen un giro proteccionista y la retirada de la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), todo ello con un estilo imperial descarado que ya no se molesta en ocultar la política de poder tras un velo de buenas intenciones democráticas. Hasta ahora, la respuesta de los gobiernos latinoamericanos fue dispersa y relativamente débil, lo que refleja su profunda dependencia respecto del vecino del norte, las divisiones ideológicas y la falta de organizaciones regionales fuertes.

Durante sus primeros cien días en la Casa Blanca, Trump tomó tres medidas importantes en relación con América Latina: la imposición de aranceles a sus exportaciones, el endurecimiento de las políticas antiinmigrantes de la administración de Joe Biden y la retirada de la ayuda humanitaria estadounidense.

La ofensiva arancelaria

Tras semanas de indecisión, en abril Trump impuso un arancel del 10 % a la mayoría de los países latinoamericanos, con algunas excepciones. Cuba ya estaba sometida a un embargo comercial —mantenido durante décadas por las administraciones demócratas y republicanas, a pesar de las condenas anuales de la Asamblea General de las Naciones Unidas—, mientras que Nicaragua y Venezuela se vieron afectadas por aranceles del 18 % y del 15 %, respectivamente, como medida de presión contra sus regímenes. Estos fueron los únicos aranceles con motivaciones políticas, ya que ni siquiera los gobiernos derechistas amigos, como el de Argentina, escaparon al gravamen del 10 %, lo que provocó la vergüenza pública del presidente Javier Milei, que sigue presumiendo de su amistad con el republicano.

La política comercial hacia México es el ejemplo más claro del nuevo y descarado estilo imperialista de Trump. La Casa Blanca amenazó en dos ocasiones con imponerle aranceles del 25 % a los productos mexicanos, haciendo caso omiso del acuerdo de libre comercio firmado por el propio Trump durante su primer mandato. En ambas ocasiones, la presidenta mexicana, Claudia Sheinbaum, hizo concesiones: extraditar a un número récord de sospechosos de tráfico de drogas y desplegar 10 000 soldados mexicanos en la frontera para impedir el paso irregular de migrantes y el tráfico de fentanilo.

Lo que antes era una presión sutil es ahora un chantaje directo. Esta agresión estadounidense obligó al gobierno de izquierda de Sheinbaum a conciliar su retórica nacionalista con las concesiones a Washington, debido a la dependencia económica de México del comercio con Estados Unidos. Sin embargo, Sheinbaum logró desviar unos aranceles que habrían devastado las economías de ambos países, un logro que reforzó su apoyo popular. También influyó en la decisión de Trump de abandonar los aranceles del 25 % la alarma que cundió entre los empresarios estadounidenses cuyas cadenas de suministro se extienden a ambos lados del Río Grande, lo que significa que una barrera arancelaria les afectaría tanto como a sus homólogos mexicanos.

Las amenazas de la deportación masiva

Deportar a «millones y millones» de inmigrantes fue una de las promesas electorales de Trump que lo llevó de vuelta a la Casa Blanca. La visita a Latinoamérica del secretario de Estado Marco Rubio en febrero —a Panamá, Costa Rica, República Dominicana y El Salvador— puso de manifiesto la obsesión de Trump con la inmigración.

Esta expulsión masiva afectaría principalmente a los latinoamericanos, ya que más de la mitad de los residentes extranjeros en Estados Unidos proceden de la región, y el Pew Research Center estima que el 77 % de los migrantes indocumentados son latinoamericanos (aproximadamente la mitad de ellos, mexicanos). El presidente estadounidense quiere expulsar a «un millón» de migrantes este año, pero en sus primeros meses en el cargo, Trump aún no superó el sombrío récord de Joe Biden, quien, durante su último año en el cargo, deportó una media de 57 000 personas al mes, un 35 % más que en el primer mes de Trump como presidente.

El objetivo de deportación de Trump para 2025 es inviable, ya que supera con creces la capacidad del Estado, por lo que su administración recurrió a tácticas de acoso y miedo para fomentar la autodeportación. Un elemento central de esta estrategia fue el debilitamiento de las garantías contra las deportaciones crueles e ilegales. La medida más dramática fue el uso de la Ley de Enemigos Extranjeros de 1798 para expulsar a cientos de migrantes venezolanos a El Salvador, acusándolos, a menudo sin pruebas, de formar parte de bandas criminales.

El gobierno de extrema derecha de Nayib Bukele, el único líder latinoamericano que recibió una invitación a la Casa Blanca de Trump, recibirá 20 000 dólares por cada persona enviada a sus prisiones, conocidas por sus graves violaciones de los derechos humanos. El gobierno estadounidense también está negociando con hasta treinta países para que reciban a los deportados que no son sus ciudadanos. La política arancelaria podría servir como herramienta de chantaje para forzar concesiones también en materia de política migratoria.

La retirada de USAID

Desde su creación en 1961 por John F. Kennedy, USAID fue un instrumento clave del imperialismo de Washington en América Latina. Desempeñó un papel en las luchas ideológicas y militares contra las guerrillas y los partidos socialistas y comunistas durante la Guerra Fría y hoy en día suele servir de baluarte contra los gobiernos de izquierda. Como parte de su repliegue nacionalista, Trump está intentando desmantelar a esta agencia que, si sus planes tienen éxito, se quedará con solo ocho empleados para toda América Latina y el Caribe, una región que recibió más de 2000 millones de dólares de USAID en 2023.

Los principales receptores de la ayuda son Colombia, Haití y Venezuela. Los más de 400 millones de dólares destinados anualmente a Colombia se destinan en su mayor parte a apoyar la aplicación del Acuerdo de Paz de 2016 entre el Estado colombiano y la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), aunque algunos fondos se destinan a prestar apoyo humanitario y a un servicio de regularización para los migrantes venezolanos. El cierre de USAID podría poner en peligro los esfuerzos de Estados Unidos por externalizar el control de la migración a Colombia y otros países. Colombia también recibió miles de millones de dólares en ayuda militar estadounidense en las últimas décadas para luchar contra el narcotráfico y los grupos armados ilegales.

Haití, empobrecido por siglos de colonialismo y devastado por un terremoto en 2010, es el segundo mayor receptor. Gran parte de la ayuda oficial de USAID para la reconstrucción tras el terremoto acabó en manos de empresas estadounidenses, según el Centro de Investigación Económica y Política.

Los fondos de USAID para Venezuela, que se multiplicaron por veintiséis entre 2015 y 2025, se destinan principalmente a «asistencia humanitaria» y a la categoría de «democracia, derechos humanos y gobernanza», un eufemismo para referirse al apoyo a la oposición contra el chavismo. La retirada de USAID también afectaría al Gobierno de extrema derecha de Bukele, lo que demostraría una vez más el desdén de Trump hacia los presidentes latinoamericanos que lo adulan.

Aunque algunos analistas de izquierda recibieron con satisfacción la retirada de USAID de la región, a corto plazo perjudicará a las poblaciones empobrecidas que dependen de sus programas, y parece poco probable que la administración Trump elimine las asignaciones destinadas directamente a asegurar el dominio político y militar de Estados Unidos en América. Como dijo Jake Johnston, autor de Aid State, «trasladar la USAID al Departamento de Estado, como parece ser ahora el escenario más probable, solo servirá para politizar aún más la ayuda exterior. Es Estados Unidos redoblando su apuesta por lo peor de la industria».

La respuesta desunida de América Latina

En 2005, los líderes latinoamericanos le dijeron a George W. Bush «No al ALCA», el Área de Libre Comercio de las Américas propuesto por Estados Unidos, una frase que se convirtió en eslogan antiimperialista y en símbolo de un periodo de unidad latinoamericana bajo el liderazgo de presidentes populares como Hugo Chávez en Venezuela, Lula da Silva en Brasil y Néstor Kirchner en Argentina.

Hoy en día, la situación no podría ser más diferente. Solo el presidente colombiano Gustavo Petro desafió directamente a Trump, negándose a permitir que un avión con migrantes colombianos esposados aterrizara en el país en enero. En medio de una crisis diplomática con Washington, Petro buscó el apoyo de los países vecinos convocando una reunión extraordinaria de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC), que fue abandonada una vez que se llegó a un acuerdo.

La CELAC se fundó en 2011 en Caracas, Venezuela, durante la «marea rosa» progresista de América Latina. También fue la época dorada de la organización regional UNASUR, o Unión de Naciones Suramericanas, moribunda desde 2018. Esa organización luchó por alcanzar el consenso entre sus Estados miembros de izquierda y derecha, pero hoy en día ni siquiera los gobiernos de izquierda están tan unidos como en la década de 2010.

Venezuela, en particular, sigue siendo un punto de discordia entre los gobiernos de izquierda: mientras que los presidentes de México, Brasil y Colombia intentaron mediar entre Nicolás Maduro y la oposición para garantizar unas elecciones justas el año pasado, el chileno Gabriel Boric se opusoo sistemáticamente al presidente venezolano. Mientras que Chávez fue uno de los impulsores de la unidad latinoamericana a principios de siglo, su sucesor se convirtió en uno de los principales obstáculos para dicha coordinación.

El único gesto significativo de unidad fue la cumbre anual de la CELAC, celebrada en abril, en la que presidentes como Petro y Sheinbaum pidieron la unidad latinoamericana y expresaron su oposición a la ofensiva comercial y antiinmigrante de la administración Trump. Sin embargo, estas declaraciones aún no fueron acompañadas por acciones conjuntas.

A pesar de los intereses comunes para desafiar la hegemonía estadounidense, los cálculos económicos de los distintos Estados prevalecieron en gran medida. Sheinbaum disfrutó de una posición negociadora más fuerte que otros líderes latinoamericanos porque México es el mayor socio comercial de Estados Unidos. Más del 80 % de las exportaciones mexicanas tienen como destino a EE. UU. y Sheinbaum parece dispuesta a aprovechar las ventajas de una mayor deslocalización, especialmente ahora que otras importaciones estadounidenses se encarecen debido a los aranceles más elevados impuestos a China, la Unión Europea y otros Estados.

Petro, a pesar de su resistencia a los vuelos de deportación de Trump, acabó firmando un acuerdo de intercambio de datos biométricos para migrantes con el secretario de Seguridad Nacional de Estados Unidos, que visitó Bogotá poco después del enfrentamiento. Estados Unidos es el principal destino de las exportaciones de Colombia, y el país andino depende de la cooperación en materia de seguridad de Washington en su guerra contra los grupos armados ilegales. Por muy antiimperialista que sea la retórica de Petro, su margen de maniobra está limitado por las décadas de dependencia de Colombia de su vecino del norte.

Boric y Lula se reunieron recientemente en Brasilia para firmar acuerdos de integración económica y mostrar su oposición conjunta a los aranceles proteccionistas de Trump. «No es justo que Estados Unidos cierre su economía y espere que el resto lo aceptemos sin protestar», afirmó el presidente brasileño, cuyo Congreso aprobó una ley para responder a los aranceles comerciales estadounidenses con contramedidas. Sin embargo, ni Brasil ni Chile le impusieron todavía un arancel recíproco del 10 % a los productos estadounidenses. Su estrategia, al igual que la de la mayoría de los Estados latinoamericanos, se reduce a tres objetivos: intentar negociar con Washington para minimizar los daños, reforzar la integración comercial dentro de la región y redirigir cada vez más sus exportaciones hacia otros países, especialmente China.

Entre 2000 y 2022, el valor del comercio entre China y América Latina se multiplicó por treinta y cinco, según un informe de 2023 de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), lo que convierte a la potencia asiática en el mayor socio comercial de la región después de Estados Unidos y el principal de América del Sur, con Brasil a la cabeza y Chile en segundo lugar. El acuerdo de libre comercio recientemente firmado entre el Mercosur y la Unión Europea —que se prevé que tenga desastrosas repercusiones medioambientales, en particular en lo que respecta a la deforestación de la Amazonia— también contribuirá a reducir la dependencia comercial de Sudamérica respecto a Estados Unidos.

Por ahora, el imperialismo descarado de Estados Unidos hacia América Latina no está marcando el comienzo de una nueva era de unidad regional, sino que está acelerando los esfuerzos individuales de los Estados para distanciarse gradualmente de la influencia económica estadounidense y fortalecer sus lazos con otros socios comerciales.

Esta será una tarea difícil si cada país actúa por su cuenta. Fue precisamente durante la ola rosa cuando América Latina estuvo más unida y más cerca de convertirse en un bloque económico y geopolítico autónomo, libre del yugo imperial de Washington.

Cierre

Redacción

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