El Pla 50.000 Habotatges avanza a buen ritmo. Se están alineando múltiples fuerzas y voluntades para poder afrontar este reto crítico porque en función de cómo resolvamos su impacto económico, ecológico y social, tendremos un país u otro. Es una cuestión poliédrica y transversal porque cuando hablamos de vivienda tenemos que pensar también en movilidad, equipamientos, equilibrios sociales y redistribución territorial. Tarde o temprano, estas cuestiones tendrán que abordarse en toda su complejidad. Pero lo cierto es que por fin empieza a movilizarse el potencial retenido del país.

Obreros trabajando en la construcción de viviendas
Andrea Martínez / Propias
Pero todo eso no se podrá hacer sin resolver en paralelo dos elementos cruciales: la mejora de las capacidades de los trabajadores de la construcción y la ampliación de la capacidad productiva de las empresas de los diferentes ramos que intervienen. Son dos problemas enormes que ya se están padeciendo en las obras. Sin formación ni industria no tendremos las viviendas que nos hemos propuesto tener. Pero el Pla 50.000 puede ser el incentivo para cambiar estas dinámicas negativas.
El Plan 50.000 ha de servir para definir un nuevo horizonte para las empresas y para los trabajadores
La construcción, aquí y ahora, no atrae a los jóvenes. Los oficios están desprestigiados por varios motivos, muy interrelacionados entre ellos. Por citar dos: por la falta de profesionalización y de perspectivas de progreso y porque los trabajadores que aportan valor real no tienen una compensación diferenciada. Si a ello añadimos la dureza del trabajo, el resultado es un sector que hoy por hoy atrae mano de obra sin formación dispuesta a trabajar por el sueldo mínimo. La calidad se resiente y no se ve la construcción como un futuro laboral deseable, sino como la última alternativa. Pero no tendría que ser así. Muchos procesos constructivos requieren conocimientos especializados que evolucionan constantemente: sistemas, soluciones constructivas, aplicaciones, materiales nuevos. Hace falta identificarlos, darles valor, y hacer su formación obligatoria y continua. Más que confiar en una prefabricación total –que no lo resuelve todo– hay que impulsar una industrialización difusa e integrada. Este es el futuro que tenemos a mano, porque el tejido productivo para hacerlo realidad ya lo tenemos. Solo hace falta que lo impulsemos.
En Catalunya hay una red de pequeñas y medianas empresas, muy cualificadas y distribuidas por el territorio, que han invertido en modernización y siguen las tendencias internacionales. Pero estas inversiones son prudentes: a pesar de quererlo, muchas no osan crecer tras la crisis del 2008. Les hace falta un horizonte estable –a 10 años vista–para dar el paso y desarrollar su potencial: invertir en equipos, robotización, ampliación de talleres, formación.
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El Plan 50.000 ha de servir para definir este horizonte, para las empresas y para los trabajadores. Por eso es tan importante mantener el actual consenso para su realización. Al fin y al cabo, se trata de empezar una dinámica que tiene que continuar a lo largo de los años, de décadas, no solo para resolver los problemas actuales, urgentísimos, sino para resolver también los retos futuros. Esta dinámica y las expectativas de futuro que genera pasarán necesariamente por la formación y por la industria: con el resultado de un país de más calidad, con trabajos de más calidad, y capaz de generar más riqueza compartida.