Hace unos días corría el rumor de que el Ayuntamiento de Barcelona prohibiría tomar el fresco en la calle. La sorpresa por el anuncio, en mi caso, fue mayúscula. No por la prohibición en sí, coherente con la voluntad siempre manifiesta de los gobiernos de controlarlo todo, sino porque uno no ha visto nunca a nadie tomándolo en la capital si no es desde la terraza de un bar acompañado de la consumición preceptiva.
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