Para las normas de la Iglesia Católica, transcurren los días de sede vacante. Mientras se conocen en las entretelas del Vaticano los detalles sobre las últimas horas del papa fallecido, comienza a quedar en evidencia que tomó la decisión de caminar resuelto hacia el final de sus días.
El consejo médico le recomendaba un reposo severo. Bergoglio decidió participar –al límite de sus fuerzas– en los ritos pascuales y recibir en audiencia al vicepresidente de Estados Unidos, James David Vance. Su testamento fue breve: pidió una tumba austera, sellada sólo con su nombre, Francisco, en una basílica extramuros.
La discusión sobre su legado es amplia y controversial. No podría ser distinto: el papado tiene esa dimensión. En la Argentina, ese debate tiene un vigor especial: aquí nació Jorge Bergoglio; su paso por el pontificado generó intensas derivaciones políticas y murió sin regresar al país. Será con seguridad un debate que sólo empezará a decantar sobre anclajes objetivos cuando transcurra un tiempo prudencial. Pero hay cambios en la escena política que ya asoman con el final del papa argentino.
En una lectura preliminar, al menos tres grandes cosas cambian: la referencia muy probablemente irrepetible de un argentino en el liderazgo de la Iglesia Católica como institución global; el formato del bergoglismo como esquema conceptual con capacidad de influencia activa en el país; el comienzo de una dinámica distinta en la estructura de la Iglesia como factor de poder en la Argentina.
Nunca fue un activo menor para ningún país contar con un pontífice cercano a la problemática nacional. Francisco fue una terminal de acceso para la Argentina cada vez que los gobiernos de turno necesitaron de la influencia del papado para destrabar gestiones lejanas para su alcance.
El papado de Bergoglio intentó ser activo en la mediación por la restricción externa de la economía argentina, aunque consciente de que esas gestiones de buenos oficios nunca reemplazarían las diligencias que los propios gobiernos debían hacer con su administración. De hecho, en las dos últimas asistencias financieras del FMI fueron más relevantes las tratativas de Mauricio Macri y Javier Milei con Donald Trump. Pero esa línea adicional abierta en Roma para los presidentes argentinos no existirá de ahora en más.
Tampoco existirá la figura del papado como factor de poder de incidencia directa en la política doméstica. Desde 2013, todos los presidentes argentinos tuvieron que convivir con la realidad de un papa argentino en Roma. Cada gesto, cada debate interno, estuvo siempre –aun de manera tácita– a la espera de una opinión o de un silencio del Vaticano. Francisco tampoco se privó de expresar esas opiniones y administrar sus gestos.
En la puja inicial con Cristina Kirchner, parecía existir en la expresidenta un temor latente por el traslado del liderazgo del peronismo hacia la Santa Sede. Una versión actualizada de Puerta de Hierro. Bergoglio no alentó una confrontación abierta. Los liderazgos que alimentó se alinearon con ella, como Juan Grabois. Incluso legitimó la estrategia judicial basada en la denuncia de lawfare cuando Cristina dejó la presidencia.
El final de Francisco también cambia la escena para los dos presidentes con los que Bergoglio tenía disidencias. Mauricio Macri, a quien trató como un “político severo” (la definición es del propio Macri), y Javier Milei. En el caso del presidente actual, a Francisco le fue suficiente con perdonarle los insultos a los que Milei es adicto. En términos de poder, una prueba patente de que el agravio debilita a quien lo profiere. El fin por óbito de ese baldón acaso sea ahora un alivio inconfesable para Milei.
Nac&pop
Con el final de Bergoglio, también entra en receso toda una narrativa que venía en reflujo desde el fracaso del último gobierno peronista. El papado de Francisco tuvo como esquema conceptual la hibridación teológico-política del nacionalismo popular. Aunque recoja un legado, el papa que sucederá a Francisco intentará ser algo nuevo. Desde la perspectiva conceptual, el nacional-populismo, en su versión argentina, acaba de perder esa posición.
Como explicó en estos días el periodista español Carlos Alsina, es revelador de que los valores del bergoglismo más elogiados –después de purgar los acompañamientos retóricos– quedarán reducidos a tres: el compromiso con los pobres –presente en la doctrina de todos los papas anteriores–, la denuncia de los efectos indeseables del cambio climático y la beligerancia que mostró hacia el trato dispensado a los inmigrantes irregulares.
Pero se excluyen en los elogios (de todas las adaptaciones progresistas del populismo) aspectos rigurosamente actuales en los que Francisco optó por atenerse a la doctrina histórica de la Iglesia: el matrimonio entre personas del mismo sexo; la interrupción voluntaria del embarazo; la eutanasia. Son temas en los que su esquema conceptual fue más cercano a la reacción conservadora de las nuevas derechas, como la de Javier Milei.
Hay, por último, un tercer cambio político inmediato: la transición de salida de la Iglesia en Argentina, que tuvo durante más de una década acceso sin mediaciones al poder del Vaticano. A Bergoglio le tomó tiempo, pero moldeó el Episcopado a su semejanza. De los cuatro cardenales argentinos que estarán en el cónclave, hay dos de relevancia singular: Ángel Rossi (a quien Francisco consideraba un modelo de equilibrio entre espiritualidad y actividad pastoral) y Víctor Fernández (teólogo de cabecera para el papa ahora fallecido).
Junto a esos dos cordobeses, Francisco también promovió a dos obispos con terminales políticas sensibles: Jorge García Cuerva (arzobispo de Buenos Aires, dueño del púlpito metropolitano donde creció Bergoglio) y Gustavo Carrara (obispo de La Plata, proveniente de la militancia en las villas). Bergoglio lo designó para que ocupe el espacio que durante años fue propiedad de un antiguo enemigo: Héctor Aguer.
En medio del ajuste de la economía, el Gobierno estará obligado a observar de reojo la nueva realidad de ese interlocutor a veces incómodo que suele ser la Conferencia Episcopal, ahora obligada a probar su autonomía política.
Sin el oído privilegiado de un papa argentino en Roma.