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jueves, octubre 23, 2025

Trump y Xi: el nuevo capítulo de una vieja guerra comercial

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Donald Trump vuelve a hacer lo que mejor sabe: convertir la incertidumbre en táctica. A menos de una semana de la cumbre de APEC en Corea del Sur, el presidente estadounidense alterna declaraciones optimistas sobre un “buen acuerdo” con Xi Jinping y amenazas de cancelarlo todo. Es el mismo libreto que ensayó durante su primera presidencia: provocar tensión, descolocar al adversario, medir la reacción de los mercados y, finalmente, intentar capitalizar la escena como si la confusión fuera una forma de liderazgo.

El magnate, en su segunda etapa en la Casa Blanca, juega con los mismos elementos que definieron su política hacia China entre 2017 y 2021: tarifas punitivas, acusaciones cruzadas y un nacionalismo económico que combina proteccionismo selectivo y retórica anti-globalista. Esta vez, sin embargo, el contexto es distinto. La relación entre Washington y Beijing está marcada no solo por el comercio, sino por una disputa estructural por el control de los recursos estratégicos y de las cadenas de valor tecnológicas del siglo XXI.

Trump definió tres condiciones antes de cualquier acuerdo con Xi: el fin del “juego de las tierras raras”, la detención de las exportaciones de fentanilo y la reanudación de las compras chinas de soja estadounidense. En otras palabras, minerales, drogas y alimentos. Tres esferas en las que la interdependencia asimétrica entre ambas potencias se vuelve evidente: China domina el 70% de la producción global de tierras raras, fundamentales para la industria militar y tecnológica; Estados Unidos acusa al gigante asiático de no controlar el flujo de precursores químicos del opioide que alimenta su crisis de adicciones; y el agro norteamericano, motor electoral del trumpismo, depende de la demanda china para sostener precios y rentabilidad.

El discurso del presidente estadounidense combina la nostalgia industrial con el realismo del declive. Su amenaza de imponer un arancel del 100% a los productos chinos —tras los controles de exportación impuestos por Beijing— busca proyectar fuerza, pero refleja debilidad: Estados Unidos sigue dependiendo de los insumos chinos para su industria verde y para buena parte de su sistema logístico. El intento de presionar a Xi con sanciones comerciales, en plena desaceleración global, parece más un gesto interno que una estrategia geopolítica consistente.

Como en los viejos tiempos de Mar-a-Lago, Trump insiste en que mantiene “una buena relación personal” con Xi. Pero detrás de esa teatral cordialidad se esconde una relación marcada por la desconfianza y la improvisación. En menos de un mes, el mandatario pasó de anunciar su viaje a China para principios de 2026 a insinuar que la reunión podría cancelarse. En su lógica de reality show, la ambigüedad no es un error, sino una herramienta de poder. En la política exterior trumpista, el mundo es una negociación perpetua y la coherencia una carga innecesaria.

Sin embargo, no se trata solo de temperamento. La administración Trump enfrenta un equilibrio interno cada vez más precario: un Congreso paralizado por el cierre del gobierno, una economía en tensión por la inflación y un frente internacional marcado por conflictos simultáneos —Ucrania, Medio Oriente, el Indo-Pacífico— que desgastan su capacidad de acción. En ese contexto, reactivar la disputa comercial con China funciona como un mensaje doble: hacia adentro, reafirma su narrativa nacionalista; hacia afuera, busca reposicionar a Estados Unidos como árbitro del orden económico global, incluso a costa de la estabilidad.

El trasfondo estructural es más profundo. La guerra comercial iniciada en 2018 nunca terminó; apenas mutó en una competencia tecnológica. Washington endureció los controles sobre la exportación de semiconductores y equipamiento de inteligencia artificial, mientras Beijing respondió con medidas similares sobre materiales críticos. Lo que está en juego ya no son los aranceles, sino la arquitectura del capitalismo digital.

En ese marco, las tierras raras son mucho más que un insumo: son el punto de fricción entre un Occidente que intenta reindustrializarse y una China que busca consolidar su dominio sobre los minerales del futuro. La soja, por su parte, simboliza la vulnerabilidad del modelo estadounidense: una economía que puede amenazar con sanciones, pero depende de que su adversario compre lo que produce. Y el fentanilo representa el lado oscuro de la globalización: la externalización del daño social y el retorno del opio como arma geopolítica.

Trump sabe que la foto con Xi -si finalmente ocurre- será una escena cargada de simbolismo: dos líderes que encarnan el retorno del Estado-nación frente al cosmopolitismo neoliberal, pero también dos economías atrapadas en un mismo sistema interdependiente que ninguno puede destruir sin autolesionarse.

El verdadero problema es que, en 2025, la rivalidad sino-estadounidense dejó de ser un episodio coyuntural: se convirtió en el eje estructurante del nuevo orden mundial. Cada sanción, cada arancel y cada reunión cancelada son apenas capítulos de una competencia más profunda por el control del siglo XXI.

Trump puede ganar titulares y agitar banderas de soberanía económica, pero la historia demuestra que el capitalismo global no se maneja desde un micrófono ni se negocia por Twitter. En ese juego de espejos entre poder y espectáculo, Xi no improvisa: administra el tiempo. Y en política internacional, el tiempo —más que las tarifas— siempre juega a favor de quien sabe esperar.

Redacción

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