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jueves, agosto 14, 2025

Un genocidio contra la memoria

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En la historia de la humanidad, pocas guerras han sido tan letales para quienes intentan contarlas como la ofensiva israelí sobre Gaza. En veintidós meses, casi 270 periodistas y trabajadores de prensa han sido asesinados. La magnitud de esta cifra es tan extrema que supera, por sí sola, la cantidad de periodistas muertos en toda la Segunda Guerra Mundial. Más aún: según el proyecto Costs of War de la Universidad de Brown, desde octubre de 2023 han muerto más periodistas en Gaza que en la Guerra Civil estadounidense, la Primera y la Segunda Guerra Mundial, Corea, Vietnam, las guerras yugoslavas y la ocupación de Afganistán después del 11-S… combinadas.

Ese dato, brutal y frío, encierra una verdad incómoda: el periodismo no está muriendo en Gaza como un daño colateral, sino como objetivo militar. No se trata de azar ni de infortunio. Es estrategia.

El asesinato de Anas al-Sharif y cuatro de sus colegas de Al Jazeera en un ataque deliberado contra una carpa de prensa frente al hospital Al-Shifa es solo el capítulo más reciente de una historia larga y metódica. Los reporteros estaban en una zona claramente identificada como base de prensa, no en medio de un enfrentamiento. El Comité para la Protección de Periodistas (CPJ) lo ha denunciado con contundencia: cada vez que un periodista palestino muere, Israel alega —sin presentar pruebas sólidas— que era miembro de Hamas o que colaboraba con su aparato militar. Así, la acusación funciona como coartada, como justificación retroactiva de un crimen de guerra.

Un genocidio contra la memoria

En cualquier otra guerra, un ataque así provocaría una respuesta diplomática inmediata, sanciones o, como mínimo, investigaciones independientes. En Gaza, en cambio, la impunidad es parte del paisaje bélico.

Israel mantiene desde octubre de 2023 una política férrea de exclusión de la prensa internacional de la Franja. Los únicos testigos son los periodistas locales, que trabajan bajo bombardeos constantes y, ahora, bajo la certeza de que ser periodista equivale a portar una diana en el pecho.

Al eliminarlos, se logra un doble objetivo: destruir la capacidad de documentar posibles crímenes de guerra y moldear el relato de lo que ocurre según los intereses del poder militar. La guerra se libra no solo con misiles y drones, sino con el control absoluto de la información. Lo que no se ve, lo que no se escucha, lo que no se registra, no existe para el tribunal de la opinión pública internacional.

La muerte de cada periodista en Gaza es también la muerte de una historia que nunca se contará. Lo entendió muy bien el ejército estadounidense en Vietnam, cuando las imágenes y reportajes de fotógrafos y corresponsales independientes comenzaron a erosionar el apoyo público a la guerra. La lección que aprendieron los Estados Mayores de todo el mundo fue simple: si controlas la imagen, controlas la historia; si controlas la historia, controlas el juicio de la historia.

Por eso, la ofensiva contra la prensa en Gaza es también un ataque contra la memoria. Sin periodistas que documenten, no hay pruebas; sin pruebas, no hay juicios; sin juicios, no hay condenas. Y sin condenas, la guerra puede repetirse indefinidamente.

Naciones Unidas, Reporteros Sin Fronteras, Amnistía Internacional y decenas de ONG han calificado los ataques como violaciones flagrantes del derecho internacional humanitario. Pero, sin mecanismos efectivos de investigación y sanción, la condena queda reducida a un gesto diplomático. Israel invoca su derecho a la autodefensa y, bajo ese paraguas, justifica ataques que, en cualquier otro escenario, serían considerados inadmisibles.

La comunidad internacional parece aceptar una premisa perversa: que las reglas de la guerra son opcionales cuando quien las viola es un aliado estratégico.

En Gaza, el silencio no es un efecto secundario de la guerra: es su condición de posibilidad. Matar periodistas es asegurar que, en el futuro, la historia oficial se escriba solo desde un lado. Es garantizar que la Franja deje de existir también en el plano simbólico, que su sufrimiento no tenga narradores ni testigos.

Cuando la última cámara se apague y el último micrófono caiga, Gaza será no solo un territorio devastado, sino también un vacío narrativo. Y en ese vacío, la verdad será lo que el vencedor decida que sea.

Anas al-Sharif tenía 28 años. Había pasado casi toda su vida bajo bloqueo y toda su carrera bajo fuego. Su último mensaje en redes sociales, escrito minutos antes de morir, advertía de una noche de bombardeos especialmente intensos. Murió junto a Mohammed Qreiqeh, de 33, un reportero que había documentado la vida —y la muerte— en Gaza con una calma que contrastaba con el estruendo que lo rodeaba.

Ibrahim Zaher, de 25, y Mohammed Noufal, de 29, eran camarógrafos: sus nombres rara vez aparecían en pantalla, pero sus imágenes mostraron al mundo lo que los comunicados oficiales querían ocultar. Moamen Aliwa, otro trabajador de prensa, compartía con ellos la certeza de que contar la verdad era un deber más fuerte que el miedo.

No eran números en una estadística. Eran hijos, hermanos, colegas. Eran, sobre todo, ojos y voces de un pueblo que hoy se queda más ciego y más mudo. La guerra quiso silenciarlos. La memoria tiene ahora la obligación de no permitirlo.

Redacción

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