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Un Nobel que incomoda

El Premio Nobel de la Paz otorgado a María Corina Machado es una gran noticia. No solo para Venezuela, sino para todos aquellos que todavía creen que la democracia, la libertad y los derechos humanos no son conceptos negociables ni relativos. El reconocimiento a quien encabeza la resistencia cívica contra una de las dictaduras más brutales del continente devuelve al Nobel su sentido original: el de incomodar al poder, señalar injusticias y obligar al mundo a mirar de frente aquello que muchos prefieren ignorar.

Por eso resulta tan preocupante -y francamente vergonzosa- la reacción del gobierno uruguayo. El presidente Yamandú Orsi llegó a afirmar que “nos perdimos la oportunidad de declararlo desierto”, como si el problema del drama venezolano fuera que alguien lo haya puesto en evidencia. El canciller Mario Lubetkin, por su parte, sostuvo que el premio no ayudó a “bajar tensiones” en la región, repitiendo una consigna calcada del libreto del régimen de Nicolás Maduro.

La idea de que frente a una dictadura lo responsable es “bajar tensiones” revela una profunda incomodidad con la verdad. Las luchas por la democracia rara vez se ganan en climas apacibles. Requieren presión internacional, plantear sin tapujos el conflicto moral y generar una creciente incomodidad política. Justamente lo que Maduro necesita para perpetuarse es lo contrario: que el mundo se calme, mire para otro lado y normalice el horror. Miles de presos políticos, otros tantos torturados o desaparecidos, millones de exiliados y elecciones robadas a plena luz del día no se enfrentan con llamados a la moderación, sino con una condena clara y sin atenuantes.

Decir que el Nobel “divide a América Latina” es, además, una afirmación tan cierta como reveladora. Por supuesto que divide. Divide entre quienes se solidarizan con un pueblo sometido y quienes, por acción u omisión, terminan siendo funcionales a una dictadura criminal, oprobiosa y asesina. Las causas justas siempre generan divisiones; lo verdaderamente alarmante sería comprobar que no las generan, tan alarmante como contemplar a un gobierno del Uruguay ponerse del lado equivocado de la historia.

La paz no es la ausencia de conflicto, sino la construcción de un orden justo. La historia enseña que evitar tensiones a toda costa ha sido, demasiadas veces, el camino más corto hacia tragedias mayores. El apaciguamiento, tan celebrado en su momento frente a otros autoritarismos, terminó siempre mal. La dictadura uruguaya, sin ir más lejos, no se terminó bajando tensiones sino forzando al régimen desde dentro y desde afuera a abandonar un poder en que se quería perpetuar. ¿Qué hubiéramos sentido los uruguayos ante declaraciones tan repudiables como las de Orsi o Lubetkin? Es sencillamente repugnante escuchar a autoridades nacionales criticar a la valiente y formidable María Corina Machado en vez de condenar al dictador que usurpa el poder en Venezuela.

La postura del presidente Orsi y del canciller Lubetkin no es un error aislado. Es la continuidad de una larga y penosa tradición del Frente Amplio respecto al régimen venezolano: del aplauso inicial a la crítica tibia cuando reprimía y asesinaba, para finalmente refugiarse en una cómoda neutralidad incluso cuando robó las elecciones con las actas del frauda a la visa de todo el mundo.

En contraste, merece destacarse un gesto que honra a Uruguay. El del exembajador ante la OEA, Washington Abdala, quien viajó a Oslo para acompañar personalmente a María Corina Machado en el momento de recibir el Nobel. No fue un gesto protocolar ni impostado. Fue una señal clara de respaldo democrático, de compromiso con la libertad y de coherencia con una tradición diplomática uruguaya que supo, en otros tiempos, estar del lado correcto de la historia.

La mejor historia del Uruguay democrático defensor de los derechos humanos en todos los ámbitos internacionales hoy lo representa Washingotn Abdala, no las declaraciones cobardes y oportunistas de los jerarcas de turno.

El Nobel a María Corina Machado no es un problema. Es una oportunidad. Una oportunidad para que Uruguay decida si quiere ser un espectador cómodo o un actor moral frente a la mayor tragedia política de la región. El silencio y la neutralidad no bajan tensiones, consolidan dictaduras.

Al presidente Orsi le gusta estar bien con Dios y con el diablo y eso, a la larga siempre sale mal. Y si por defecto termina del lado del diablo que Dios y la historia se apiaden de él.

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Redacción

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