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martes, julio 22, 2025

¿Una contrarrevolución cultural en América Latina?

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“Cuando ustedes miraban los números de Chile, parecía imposible que el sistema se cayera […], sin embargo, de repente, el sistema se cayó. Y se cayó porque básicamente lo que hicieron fue no dar la batalla cultural”. Esta enredada afirmación de Javier Milei resulta curiosa, no tanto porque un presidente “libertario” reivindique la dictadura de Augusto Pinochet —varios ultraliberales de la época también la apoyaron—, sino porque el pinochetismo sí dio una batalla cultural que incluso trascendió su propio régimen. Pero más allá de precisiones históricas, lo que revela la frase del mandatario argentino es su obsesión —y la de las nuevas derechas radicales— con la batalla cultural; una contrarrevolución al estilo de Viktor Orbán en Hungría, que hoy es admirada por su combate anti-woke.

El término woke (despierto), cuyo origen se remonta a la historia del movimiento afroestadounidense, ha sido apropiado por las derechas contra sus enemigos, y si en un primer momento servía para criticar a cierto progresismo excesivamente “pastoral”, hoy se ha vuelto un grito de guerra contra el progresismo en su conjunto. Aunque en el mundo hispanohablante era hasta hace poco desconocido, finalmente ha ingresado al discurso público de la mano de las nuevas derechas, incluido Vox en España.

“No importa qué tan buenos seamos gestionando, o cuán buenos seamos políticamente, no vamos a llegar a ningún lado sin la batalla cultural”, destacó Milei en diciembre de 2024, en el marco de un encuentro de la Conferencia de Acción Política Conservadora (CAPC), una red global con fuerte presencia en una América Latina, que constituye uno de los megáfonos de la internacional reaccionaria.

América Latina ha vivido en los últimos años el crecimiento de las nuevas derechas radicales, que ya estaban transformando los campos políticos en las democracias occidentales. La victoria en las urnas de Jair Bolsonaro en 2018 había abierto la “ventana de Overton” —la posibilidad de emitir discursos extremistas sin ser socialmente penalizados—, pero fue la elección de Javier Milei lo que le dio un impulso inédito a este fenómeno, que ha tenido como contrapartida la crisis de las derechas liberal-conservadoras convencionales. A fin de cuentas, la región no es ajena a la “rebelión del público” (teorizada por el exanalista de medios de la CIA Martin Gurri), ni al resentimiento, la ansiedad, la depresión, la rabia y la desconfianza social abordados por Richard Seymour en su libro Nacionalismo del desastre.

La derrota del argentino Mauricio Macri y la crisis del segundo mandato del chileno Sebastián Piñera fueron solo dos expresiones de un fenómeno más amplio. Para el influencer reaccionario Agustín Laje, esto es solo resultado de unos “derechistas cobardes” cuya pusilanimidad terminó abriendo paso al regreso de la izquierda o la centroizquierda al poder en varios países de la región. Para Laje, un argentino que es invitado a diario a diferentes países latinoamericanos y tiene una influencia ideológica cada vez mayor en el gobierno de Milei, estas derechas han capitulado frente al globalismo, e incluso frente a la agenda woke. El globalismo, ha dicho, es un sistema de dominación mundial y control total, “el más ambicioso proyecto de poder político jamás visto”. De ahí la demonización de la Agenda 2030.

En las primeras dos décadas de este siglo, la centroderecha blandía un discurso contra el populismo de izquierda, que hacía hincapié en las instituciones republicanas, acusaba a los populistas de autoritarios y enarbolaba la defensa de la democracia liberal. Hoy, sin embargo, las derechas radicales están lejos de esas veleidades. En Argentina, los mileístas descalifican como “ñoños republicanos” a los liberales que critican el desprecio del Ejecutivo por las instituciones y la constante “insultadera” de Milei contra cualquiera que ose cuestionarlo. Por eso el autoritario presidente salvadoreño Nayib Bukele puede aparecer como un modelo en términos de combate al delito —aunque en la práctica su modelo sea difícilmente exportable—; Milei puede seguir diciendo que “odia al Estado” aunque es Jefe de Estado, y Bolsonaro fue seducido por la idea de organizar un golpe de Estado.

Conexiones globales de un proyecto antiglobalista

Budapest, otrora alejada geográfica y culturalmente de América Latina, es hoy en día una Meca reaccionaria. Su influencia ya no necesita pasar por la traducción al español de Vox. Cada vez más referentes de la derecha latinoamericana viajan a la capital húngara en busca de inspiración.

“La inmigración ilegal no es un accidente. Es una estrategia. Es una decisión política. Es un arma en contra de la libertad de nuestros pueblos”, denunció el chileno José Antonio Kast —quien competirá con grandes posibilidades en las elecciones presidenciales de este año—, repitiendo así la teoría complotista del “gran reemplazo” difundida por el francés Renaud Camus. Pero si en Europa, el núcleo de esta “teoría” se vincula a la paranoia civilizatoria en relación al islam, en América Latina la migración es intrarregional (que en el caso chileno, además, vota en gran medida a la derecha, sobre todos los venezolanos). También Laje, cuya Fundación Faro fue impulsada por el gobierno de Milei, encontró en la Hungría de Orbán un modelo para su proyecto antiglobalista. Estas nuevas derechas también han “comprado” el occidentalismo modelado por las extremas derechas del Norte. Los posteos en redes sociales de libertarios argentinos contra los “peligros” del islam pueden pasar por alto el hecho de que no hay inmigración musulmana reciente en la región, replican visiones fantasiosas sobre la “civilización judeocristiana” y sobreactúan su apoyo a Israel —al igual que ocurre con el denominado “sionismo cristiano”, evangélicos pro-Israel muy influyentes en países como Brasil o Guatemala. “Occidente está en peligro” por el socialismo, advirtió Milei en el Foro Económico Mundial de Davos de 2024. “Aquellos que supuestamente deben defender los valores de Occidente se encuentran cooptados por una visión del mundo que inexorablemente conduce al socialismo y, en consecuencia, a la pobreza”. Este Occidente se resume a menudo en los Estados Unidos de Donald Trump y el Israel de Benjamín Netanyahu.

¿Una derecha rebelde?

Al igual que en otras latitudes, las nuevas derechas latinoamericanas combinan de una forma compleja imágenes de retorno al orden y de rebeldía anti-statu quo. Si Milei encarnó en mayor medida una derecha rebelde, Kast corporiza una derecha de ley y orden. Pero, en realidad, los dos articulan ambas cosas. Milei ha presumido de reinstaurar el orden en las calles contra la protesta social y, pese a su odio al Estado, ha aumentado el gasto en inteligencia. Por su parte, Kast llama a “atreverse” a votar por él, y su criptopinochetismo rima con su interpelación a “ser atrevidos”.

Aunque apelen a retroutopías, estas derechas están lejos de representar una vuelta lineal al pasado. Se adaptan, más bien, a las nuevas circunstancias. Por momentos, la tragedia se vuelve farsa: Milei, de militancia natalista, solo tiene “hijos de cuatro patas” (el propio Elon Musk ya le avisó que eso no cuenta); y ni él ni su poderosa hermana Karina o su vicepresidenta Victoria Villarruel están casados. Estas derechas, incluso, pueden reivindicar a “gays anti-queer” y tener entre sus líderes a numerosas mujeres “anti-ideología de género”.

El progresismo regional se enfrenta entonces a una paradoja: si bien las fuerzas de centroizquierda gobiernan una gran cantidad de países —incluidos Brasil y México—, se sienten disminuidas frente a la batalla cultural de unas derechas que les disputan la calle. Y también las redes sociales, desde las que trolean, baitean y abruman a los adversarios progresistas para ponerlos a la defensiva. Las derechas, además, han conquistado a una gran cantidad de jóvenes, sobre todo, pero no únicamente, varones. Sus discursos, en especial los libertarios, parecen más adecuados para interpretar los cambios socio-tecnológicos en curso. Todo esto lleva a pensar que muchos gobiernos progresistas podrían ser reemplazados por fuerzas de derecha entre 2025 y 2026.

Aun así, las sociedades latinoamericanas han vivido en estos años transformaciones profundas, que incluyen la aprobación del matrimonio igualitario y el aborto en varios países, y no parecen dispuestas a aceptar pasivamente restauraciones conservadoras. No es casual que una de las mayores manifestaciones callejeras contra Milei fue la convocada por colectivos LGBTI+ tras sus declaraciones en el Foro de Davos, donde el antiwokismo lo llevó a mezclar homosexualidad con pedofilia (analogía que, aclaró luego, valdría solo para los gays woke). El eslogan “Al clóset no volvemos nunca más” movilizó a miles de personas, no solo homosexuales, en el centro de Buenos Aires.

Por ahora, ninguna de estas extremas derechas ha logrado imponer su proyecto político (generar hegemonía), con excepción de Bukele, cuyas posiciones ideológicas son bastante complejas y gobierna un país pequeño. Bolsonaro no fue reelegido y hoy se encuentra inhabilitado, Milei jugará parte de su futuro en las elecciones de mitad de mandato de este año, y otros, como Kast intentarán vencer en los próximos comicios. Todavía el progresismo representa, aunque con su “seguridad ontológica” erosionada, a amplios sectores sociales y mantiene una considerable capacidad de movilización cuando encuentra una bandera aglutinante. De hecho, podría decirse que parte de la radicalidad de las nuevas derechas nace del temor a que los progresistas recuperen su autoconfianza y pasen a la ofensiva.

Redacción

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