El 21 de julio pasado, se realizó en Santiago de Chile una cumbre de cinco presidentes llamada Democracia siempre. Luiz Inácio Lula da Silva, Yamandú Orsi y Gustavo Petro se sumaron a Pedro Sánchez y al anfitrión, Gabriel Boric, en la capital chilena para dar un mensaje contra la erosión democrática en gran parte de Occidente. Estuvieron también sobre la mesa fenómenos globales como la creciente desigualdad, la desinformación, las tecnologías digitales y la inteligencia artificial. La expresidenta Michelle Bachelet, hoy muy interesada en el ascenso de las derechas radicales, se sumó, como oradora y participante, a varias actividades articuladas alrededor de la cumbre. El escenario no era un lugar cualquiera: Chile tiene elecciones presidenciales el 16 de noviembre en un clima político polarizado.
Según las encuestas, los comicios podrían definirse entre dos candidaturas inesperadas hasta hace algún tiempo. En uno de los polos, José Antonio Kast, quien expresa a una derecha pospinochetista, y, según las encuestas, supera con amplitud a Evelyn Matthei —de la derecha tradicional y amplia favorita durante meses—; y en el otro, Jeannette Jara, del Partido Comunista, quien venció con contundencia en las primarias del progresismo a la socialdemócrata moderada Carolina Tohá. Kast había competido ya con Boric en 2021 y perdió. Pese a sus momentos bajos producto de la derrota de su proyecto constitucional y el inicial ascenso de Matthei, consiguió recuperarse, y si las encuestas no fallan, podría ser el próximo presidente.
El académico y exdirigente estudiantil Noam Titelman se preguntaba si los chilenos querrán o no que el país vuelva a ser fome otra vez, tras un ciclo de movilizaciones y descontento inédito en la historia democrática (fome en jerga chilena: aburrido, insulso, soso). A la luz de los sondeos, los chilenos podrían seguir apostando a opciones con bastante “sal”. Muchos que miran la elección desde fuera la leerán como una especie de Segunda Guerra Mundial: fascismo versus comunismo, pero la radicalización es en gran medida asimétrica: Kast es más radical que Jara, quien ha optado por un discurso de centroizquierda.
Chile refleja mucho de lo que pasa en otras latitudes: ascenso de extremas derechas, crisis de la socialdemocracia clásica, volatilidad del electorado y rechazo a los partidos. También encarna las dificultades de las izquierdas de gobierno para entusiasmar y aspirar a la continuidad en el poder.
Varios de quienes participaron de la cumbre de presidentes están de salida y en todos esos casos se espera que sean reemplazados por fuerzas de derechas. Las izquierdas latinoamericanas se encuentran hoy frente a una doble crisis: las fuerzas socialdemócratas o de centroizquierda —al igual que en Europa— han perdido mística política y capacidad de seducción; y los populismos de izquierda de los años 2000 agotaron sus posibilidades (como se ve en los casos del kirchnerismo en Argentina y, más aún, del evismo en Bolivia y el correísmo en Ecuador; sumado a la consolidación del autoritarismo Venezuela, ya sin legitimidad electoral. El MAS boliviano es un ejemplo extremo: pasó de partido hegemónico a marginal.
Como escribió Slavoj Žižek, están siendo las derechas como las de Donald Trump (o Javier Milei) las que “aprendieron la lección leninista” y es Trump, y no la izquierda, quien está acabando con el neoliberalismo tal como lo conocemos. “El mundo entero se trumpiza poco a poco, normalizando brutalidades inauditas”, prosigue el filósofo esloveno. Frente a ello, la izquierda se atrinchera en muchos casos en la defensa el statu quo —quizás no esté del todo mal si se espera que el futuro sea peor, pero pierde así la bandera del cambio e idealiza el pasado—. Eso ocurre tanto en Europa como en América Latina, que comparten dilemas similares frente al crecimiento de las extremas derechas.
En América Latina, la izquierda populista apostó también, en su momento, a proyectos refundacionales, en muchos casos mediante Asambleas Constituyentes con mayoría oficialista, con la aspiración a que estas constituyeran un candado para blindar los nuevos modelos (un espejo invertido de los Chicago Boys chilenos, que buscaron meter varios cerrojos al neoliberalismo en la Constitución de 1980 de Pinochet).
Pero lo que empezó con un gran apoyo popular —basta recordar el festejo del Bicentenario en Argentina, la inauguración de la Asamblea Constituyente en Bolivia o el carisma infinito de Hugo Chávez, exportado por toda la región— terminó agotándose: las economías perdieron impulso o entraron en crisis y los liderazgos “eternos” terminaron por cansar a la ciudadanía.
La otra izquierda se topó con otro tipo de problemas: en Brasil, el Partido de los Trabajadores hace tiempo que ha perdido su fuerza histórica y ya no gana las grandes ciudades; la vuelta de Lula fue posibilitada por la reacción ante la degradación cívica y política del gobierno de Jair Bolsonaro —aun así ganó con la mínima—. Hoy el mandatario brasileño, próximo a cumplir 80 años y candidato para la reelección, aprovecha el enfrentamiento con Trump, que le devolvió a la izquierda la bandera nacional de Brasil, “secuestrada” por los bolsonaristas, y se entusiasma con un “efecto Canadá”.
Gabriel Boric, que buscaba encarnar un socialismo democrático alejado de la Tercera Vía social liberal, se topó con la derrota de la nueva Constitución progresista y el abrupto cambio de la agenda social: de la igualdad y la desmercantilización a la seguridad, la inmigración y la economía. Petro está enredado en diversos problemas domésticos y no pocos daños autoinfligidos por su compleja personalidad. En México, Claudia Sheinbaum es fuerte, pero no se proyecta más allá del país norteamericano. Orsi, en Uruguay, parece demasiado “tranquilo”, sobre todo comparado con el carisma de Pepe Mujica.
Con las izquierdas democráticas en crisis en Europa y América Latina, quizás sea bueno echar un vistazo hacia Estados Unidos: allí, en medio de la hegemonía trumpista y un creciente autoritarismo, algunos candidatos autodenominados socialistas, como Zohran Mamdani, ganador de la primaria demócrata de Nueva York, han logrado buenos resultados electorales.
Mamdani ha combinado campaña territorial casa por casa y una eficaz actividad en redes sociales; ha armado una coalición amplia, que incluye propietarios de pequeños comercios y diferentes minorías “raciales”; combinó sin aspavientos wokismo y política de clase; ha encarnado una renovación generacional y ha conectado con la gente común; mientras, Bernie Sanders recorre el país con su masiva gira en la que convoca a “luchar contra la oligarquía”. Es cierto que ese populismo democrático socialista estadounidense es bastante idiosincrático, pero no deja de ser curioso que, pese —o quizás debido a— su antiimperialismo histórico, la izquierda latinoamericana mire tan poco hacia el Norte del continente.
Hoy, el progresismo prefiere discutir sobre la extrema derecha —un fenómeno sin duda real y peligroso— y autoflagelarse que poner sobre la mesa sus propios deseos y utopías. Quizás estas ya no existan y haya que reconstruirlas. Por ahora, la herencia cultural del socialismo real y las marcas de la tercera vía social-liberal han impedido una renovación política y teórica de mayor alcance. Pero frente a una derecha que acusa a todo el mundo de socialista, puede ser un buen momento de poner en valor el socialismo democrático y sus contribuciones políticas e intelectuales que, desde el siglo XIX, hicieron el mundo un poco más vivible. Volviendo a Titelman, por ahora la gente no parece querer que el mundo sea fome otra vez.