UP
Si no habéis visto nunca en directo el maratón de Barcelona, vale la pena hacerlo. El domingo pasado se corrió por las calles de la ciudad. La prueba es un desfile de lo mejor del ser humano. Detrás de cada zancada segura, de cada cara desencajada, de cada gota de sudor, hay una historia.
Más de 27.000 personas de todas las nacionalidades y condiciones poniendo en valor la cultura del esfuerzo. Una marea a contracorriente demostrando que no todo son satisfacciones, éxitos fáciles e inmediatos o postureo en las redes sociales. Que el esfuerzo y el sufrimiento tienen recompensa, que cumplir propósitos nos hace felices, aunque para llegar se haya tenido que sufrir.

Los maratonianos, junto a la basílica de la Sagrada Família el pasado domingo
Mane Espinosa
Detrás de un maratón hay días y días de entrenamiento, de salir a correr cuando da pereza, de lesiones, de constancia y de renuncias. Todo por una medalla de metal sin ningún valor material pero sí personal. Todo en juego en una mañana de marzo, tres, cuatro o cinco horas corriendo, en soledad, con uno mismo, agotado, con dolor, con la cabeza sorteando el muro que aparece a media carrera y recibiendo, eso sí, el apoyo de familiares, amigos y desconocidos que el domingo llenaron las calles de la ciudad. Porque el día del maratón, Barcelona hace de Barcelona. Gente en la calle, con música, en el metro con pancartas personalizadas y megáfonos de juguete, moviéndose a toda prisa para animar a la persona querida. Para encontrarse un segundo, un abrazo emocionado en movimiento, unos aplausos y una foto.
En el kilómetro 25, un señor gritaba a pleno pulmón todos los nombres que leía en los dorsales. Nombres en todos los idiomas, un 60% de los que la corrieron son extranjeros, pero da igual porque la emoción y la energía positiva que se desprendía el domingo es el mejor lenguaje universal.
DOWN
Todo eso pasaba en el down de la ciudad, en el up, la ciudad vivía al margen del maratón. No se percibía el trotar de los corredores, ni las pancartas ni la emoción, ni rastro de la línea azul que marcaba los 42 kilómetros. Más allá del centro, el resto de la ciudad se movía al ritmo tranquilo de un domingo cualquiera.
El Eixample y Sant Martí, sobre todo el litoral, son los que sufren más las consecuencias de la movilidad que implica una prueba de esta magnitud. Es el día en que todo está cortado. Es el gran down de esta prueba.
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Los taxis prefieren no trabajar, los turistas trajinaban sus maletas desorientados, buscando como cruzar las zonas acordonadas, los repartidores de Glovo sorteaban peligrosamente a los corredores, el metro lleno y los barceloneses fastidiados pudieron ejercer de barceloneses fastidiados. Pidiendo por redes sociales y a todo el mundo que les quisiera escuchar que están hartos de tantas pruebas deportivas, que siempre afectan a las mismas calles y que se hagan donde no molesten, cuando precisamente la gracia es ver la ciudad diferente por un día, sin coches, con ciudadanos animándose entre ellos y cumpliendo sueños de una forma tan sencilla pero al mismo tiempo tan difícil como es participar en una carrera.