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jueves, agosto 14, 2025

Uribe y Bolsonaro: el ocaso de los caudillos autoritarios en América Latina

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Uribe y Bolsonaro: el ocaso de los caudillos autoritarios en América Latina

Álvaro Uribe en Colombia y Jair Bolsonaro en Brasil marcan un hito en la región: dos símbolos del autoritarismo latinoamericano enfrentan ahora las mismas reglas que intentaron torcer. En prisión domiciliaria, sus casos avanzan y sientan un precedente de justicia y democracia. 

Lo que hasta hace poco parecía imposible se convirtió en una imagen repetida: expresidentes que alguna vez encarnaron proyectos de poder que se pensaban duraderos, hoy enfrentan la Justicia en sus países. En menos de una semana, América Latina vio caer dos fichas pesadas del ajedrez político regional. Álvaro Uribe, expresidente de Colombia y arquitecto del uribismo, fue condenado a 12 años de prisión domiciliaria por soborno y fraude procesal, e inhabilitado por 8 años para ejercer cargos públicos. Jair Bolsonaro, expresidente de Brasil, fue arrestado también con prisión domiciliaria por violar medidas cautelares en el marco de la causa por intento de golpe de Estado tras su derrota electoral en 2022, la primera de ese tipo en el país.

Ambos casos son paradigmáticos, aunque no excepcionales. En distintos países de la región, la judicialización de figuras políticas ha adquirido un protagonismo inédito. Cristina Fernández de Kirchner en Argentina, Pedro Castillo en Perú, Rafael Correa en Ecuador e incluso Sebastián Piñera durante el estallido chileno —aunque sin consecuencias judiciales— ilustran cómo la Justicia se ha convertido en un actor central en las disputas políticas. En este escenario, el término lawfare, antes asociado principalmente a denuncias de sectores progresistas, ha comenzado a ser utilizado también por sectores de derecha, aunque con significados y estrategias distintas según el contexto. Sin embargo, equiparar todos estos casos bajo una misma etiqueta resulta problemático: no todos responden al mismo patrón ni tienen el mismo sustento judicial.

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Imagen: EFE.

En Colombia, Uribe fue más que un presidente: fue el garante del orden para una parte importante del país. Encarnó la mano dura contra las FARC, promovió la militarización del territorio y cimentó su poder político sobre una retórica de enemigo interno que significó una política atroz con los falsos positivos y de la connivencia con el paramilitarismo. Su figura atravesó partidos, impuso candidatos —como el propio Juan Manuel Santos, a quien luego tachó de traidor por firmar la paz— y moldeó el sentido común de una parte de la opinión pública colombiana. Su caída no solo es simbólica: es también un mensaje para quienes todavía creen que se puede justificar todo en nombre de la “seguridad”.

El 28 de julio, la jueza Sandra Liliana Heredia ―con una lectura de 11 horas del fallo de mil páginas― declaró a Álvaro Uribe Vélez culpable. La jueza recibió amenazas, presiones y se publicó información sobre su familia durante el proceso del juicio.


El expresidente colombiano es el primer exmandatario en la historia del país en ser condenado. La pena: 12 años de arresto domiciliario por sobornar testigos e intentar entorpecer causas judiciales en su contra. No se trata de una condena menor. No solo porque toca a una figura clave del poder colombiano, sino porque sienta un precedente en un país cuya élite política parecía intocable. El uribismo, como movimiento, queda herido. Y la derecha colombiana, acostumbrada a disciplinar a los demás, ahora debe lidiar con sus propias fracturas internas.


Imagen: Minervino Junior – Correio Brazilienze – D.A Press.

Bolsonaro fue la versión tropicalizada del autoritarismo del siglo XXI: evangélico, armamentista, machista y profundamente antidemocrático. Su intento de golpe tras perder las elecciones no fue una excentricidad: fue la culminación lógica de un proyecto político que desprecia las reglas del juego. Es, en muchos sentidos, el reverso militarizado de Donald Trump. Pero a diferencia del magnate estadounidense, el expresidente brasileño fue detenido. 

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Imagen: Pia Lista.
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Imagen: Pia Lista.

El juez del Supremo Tribunal Federal de Brasil, Alexandre de Moraes, ordenó la prisión domiciliaria de Jair Bolsonaro el pasado lunes, acusándolo de violar medidas judiciales que le prohibían comunicarse con otros investigados y manipular pruebas en el marco del proceso por su intento de desconocer el resultado electoral de 2022. La causa incluye cargos por tentativa de golpe de Estado, obstrucción a la justicia y hasta conspiración para asesinar al presidente Luiz Inácio Lula da Silva y a un juez del STF. Bolsonaro, quien alguna vez anticipó su destino con la crudeza de quien conoce el juego de poder —“Mi futuro es victoria, prisión o muerte”—, enfrenta ahora la segunda opción.

La detención reavivó una fuerte tensión con Estados Unidos. La administración de Donald Trump calificó el proceso como una “caza de brujas” y sancionó a De Moraes con base en la Ley Magnitsky, alegando violaciones a los derechos humanos. Además, impuso aranceles del 50% sobre productos brasileños. El subsecretario de Estado, Christopher Landau, acusó a Moraes de “usurpar poder dictatorial” y destruir la histórica relación bilateral. Desde Brasil, el magistrado respondió reivindicando la autonomía judicial establecida por la Constitución de 1988 y rechazó cualquier intento de presión externa o interna sobre el STF.


La escena es potente: el hombre que se presentaba a sí mismo como el salvador de la patria, nostálgico de las dictaduras y defensor del orden a cualquier precio, hoy se encuentra recluido en su casa, inhabilitado para ejercer cargos públicos hasta 2030. El bolsonarismo, sin embargo, aún respira. Su núcleo duro permanece activo, articulado alrededor de las redes sociales, iglesias evangélicas y grupos de poder económico. Pero el cerco judicial se estrecha y el margen de maniobra es cada vez más limitado. En este caso, la Justicia brasileña actuó con mayor rapidez y contundencia que en otros países de la región.


En ambos casos, los expresidentes y sus defensores esgrimen el mismo argumento: persecución política. Uribe señala al actual mandatario colombiano, Gustavo Petro, como el responsable de una “vendetta” judicial. Bolsonaro se victimiza, asegura ser blanco de una “caza de brujas” y encuentra eco en Trump, quien ya amenazó con aún más represalias económicas si la Justicia brasileña no retrocede. Lo cierto es que las amenazas de Trump lo único que han logrado hasta ahora es levantar la imagen de Lula y una mayor presencia china en el sector comercial del país.


Durante años, Uribe y Bolsonaro fueron intocables. Se vendieron como adalides del orden, pero construyeron poder a través de la ilegalidad, el clientelismo y la represión. Gobernaron sembrando miedo: al “terrorismo”, al “comunismo”, a los movimientos sociales, a las minorías. Persiguieron a sus enemigos, militarizaron la política y usaron el aparato estatal para blindarse. Hoy, enfrentan el espejo de sus propios métodos: una justicia que, aunque tardía, finalmente les cobra cuentas.


Ambos fueron más que líderes de derecha: fueron estandartes de una reacción conservadora que convirtió el odio en identidad y la mentira en estrategia de poder. Que hoy estén bajo arresto no es garantía de justicia plena, pero al menos es un comienzo. Porque si quienes destruyen la democracia nunca rinden cuentas, entonces lo que está en crisis no es solo el sistema judicial, sino la idea misma de república. Allí radica la lección más importante: cuando la justicia avanza sobre el autoritarismo, no solo se trata de sancionar a individuos, sino de abrir la puerta para reconstruir un tejido democrático más igualitario, donde las mayorías populares puedan disputar el sentido común sin la amenaza permanente de la represión y el miedo.

*Por Gonzalo Fiore Viani para La tinta / Imagen de portada: La tinta.

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Palabras claves: Álvaro Uribe, Brasil, Colombia, Jair Bolsonaro

Redacción

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