Era un día alocado en Buenos Aires cuando Cintia tomó la decisión. Se acuerda que fue un viaje particularmente agotador por el caos de Buenos Aires. «Me puse a llorar y me di cuenta que no podía vivir así», contó. Al día siguiente renunció a su trabajo en la capital y, sola, agarró su mochila y emprendió viaje al sur. Lo hizo sin saber que comenzaría a cumplir su sueño, el de vivir de su pasión, el turismo, en un pueblito tranquilo de la Patagonia junto a su compañero de vida.
Cintia Pereira nació en Lomas de Zamora, en el conurbano bonaerense. «Soy hija de paraguayos que se mudaron a Buenos Aires buscando un futuro mejor para ellos y para sus hijos». Sus padres, que solo lograron completar la escuela primaria, hicieron de la educación una prioridad. «Mi papá hizo como tres veces el último año de la primaria porque no había forma de continuar en la secundaria… Por eso era muy importante inculcarnos a nosotros, a mi hermano y a mí, la idea de terminar de estudiar».
Al terminar la escuela, se inscribió en la Universidad Nacional de Lanús para estudiar turismo, aunque al principio no estaba segura de qué carrera seguir. «Pasé por abogacía… me imaginé de contadora, pero llegó noviembre y me anoté en turismo».
Con el tiempo, descubrió que le apasionaban los viajes, una inclinación que venía desde su infancia. «Desde chiquita viajábamos con mi familia a Paraguay, para mí era una aventura». Su papá, un albañil que viajaba mucho porque surgían tareas en distintas partes del país, siempre le contaba con emoción sus viajes, aunque hayan sido por trabajo. Cintia no se olvidó más.
Durante la carrera, tuvo la oportunidad de viajar más seguido. «Conocí el mar por primera vez a mis 19 años con la universidad», contó.
Mientras estudiaba, empezó a trabajar en distintos lugares, hasta que logró entrar al mundo del turismo como recepcionista en un restaurante en Puerto Madero. Más adelante, consiguió un puesto en un centro de información turística y luego en una agencia de viajes, donde trabajó siete años.

«Empecé a viajar cada vez más… Me fui a Brasil, a Tailandia, a Europa». Pero había algo que no encajaba. «La sensación que yo tenía era que en todos los lugares a los que iba era que me quería quedar a vivir. Pero en realidad lo que me pasaba es que no quería volver a Buenos Aires». La rutina la agobiaba. «No entendía cómo podíamos vivir así, tan en automático».
Cintia seguía construyendo una vida en la capital. Sin embargo, algo dentro suyo le decía que no era lo que realmente quería porque vivía de las aventuras de otros. «Compraba libros de gente que viajaba y escribía sobre su experiencia», relató.
Un día, luego de un viaje particularmente agotador por el caos de Buenos Aires, tomó una decisión.«Me puse a llorar y me di cuenta que no podía vivir así». Al día siguiente, renunció y se fue sola a Bariloche. Allí se reencontró con una amiga que le ofreció ayuda para quedarse.
Estuvo un tiempo, volvió a Buenos Aires, a su rutina, pero su deseo por migrar apareció de nuevo. El 8 de enero Cintia se subió a un avión con destino a Bariloche llorando. Pero cuando bajó en Neuquén, la cosa cambió. «Sentí una alegría tremenda», expresó.
Comenzó a viajar a dedo. Bajó por la Patagonia, cruzó a Chile, volvió. Conoció a una chica con su mismo nombre, que le enseñó a hacer dedo. Después subió al norte, trabajó en Humahuaca, luego en Bolivia, después en Perú. En Cuzco se sintió en casa y se quedó tres meses, hasta que en octubre de 2019 volvió a Buenos Aires.
En 2020, antes de la pandemia, intentó regresar a Machu Picchu, pero en Bolivia cerraron las fronteras por el Covid y se quedó en La Paz. Pasó tres meses allí hasta que su padre enfermó. Tramitó la repatriación y viajó cinco días en un colectivo sellado por la pandemia hasta Buenos Aires.
Volver a casa fue duro. Creó un emprendimiento de tortas, pero algo no cerraba. Era 2021 y necesitaba escapar. «Le pedí a mi cuñado que justo iba a viajar a la Patagonia que me lleve«, relató. La dejó en Puerto Madryn con una promesa de 15 días, pero para Cintia, el momento de volver a Buenos Aires nunca llegó. Y eso fue lo que más necesitaba.

Así llegó a la cordillera de Neuquén, a Villa La Angostura. Buscó empleo en hotelería y consiguió uno en Villa Traful. Ahí empezó otra etapa. Al principio, el pueblo le costó. Sintió que no encajaba, hasta que conoció a Jorge.
Su amiga se lo había presentado. A él, igual que a ella, le gustaba andar en bicicleta y lo hacía solo porque no tenía con quién compartir esas salidas. Esa amistad la ayudó a superar muchos miedos, la llevó a conocer lugares y muchas veces le dio el empujón que necesitaba para enfrentar nuevos desafíos.
Entre inviernos crudos y veranos que deleitan con su agua cristalina, en Villa Traful lo que comenzó como una amistad se transformó en algo más y hace cuatro años son pareja.
Durante este tiempo Cintia sintió la necesidad de conectarse con el turismo y con Jorge emprendieron el camino de sus sueños. Este año fundaron Traful Andino, la primera agencia de turismo del pueblo que ofrece actividades durante todo el año.
Para esa joven bonaerense que no se olvida de sus raíces, pero que siempre buscó escapar del caos, Traful, un pueblito pequeño al que llegó de casualidad, se convirtió en su refugio. Allí, entre el murmullo del lago y el aroma a madera, encontró una paz que nunca había experimentado. «Es mi lugar», aseguró. «Un lugar donde con Jorge vivimos tranquilos y del que ya me siento parte».