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Vida de perro, pena de mula: las historias de tres uruguayos presos por tráfico de cocaína en China

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Esta nota se publicó originalmente el 20 de enero de 2019
Señora Paula. Hola! Cómo está señora? Deseo que esté bien como su amada familia. Me presento, mi nombre es Martín y soy uruguayo. Estoy preso en Hong Kong por tráfico de droga sentenciado a 25 años. (…) Todo esto es muy delicado (…) todo por estos lados es muy malo. Me despido, cuidate y que Dios te bendiga.

El 13 de enero de 2009, con 32 años de edad, Martín llegó con su pasaporte uruguayo al aeropuerto de Hong Kong. Su vuelo había comenzado en Buenos Aires y pasado por París, pero fue en la antigua colonia británica donde personal aduanero lo interceptó y descubrió que en su valija escondía 1.634 gramos de cocaína.

Se declaró culpable. En su defensa, dijo que lo había hecho para pagar una deuda que su hermano tenía con proveedores de droga. Por reconocer su responsabilidad, se le descontó un tercio de la pena y se lo sentenció a 16 años y ocho meses de prisión.

Martín planeaba seguir viaje a otras ciudades chinas. De haber llegado y haber sido detectado, su pena habría sido mayor porque Hong Kong, una región administrativa especial de China, con autonomía y gobierno propios, es más benevolente. En el resto del país, traficar droga merece pena de muerte o cadena perpetua. Si lo hubieran detenido en Uruguay, en cambio, su pena habría sido de entre 20 meses y ocho años.

Mujer, para mí no fue fácil la crianza de mis hijos. Todo se lo debo a dos fantásticas mujeres, mis dos ex. Son lo mejor que Dios me dio. Más que mi vida.

Jorge Zunini charló con El País en enero de 2020, cuatro meses después de haber regresado desde Hong Kong, donde estuvo preso durante más de nueve años.
Jorge Zunini charló con El País en enero de 2020, cuatro meses después de haber regresado desde Hong Kong, donde estuvo preso durante más de nueve años.

Foto: Leonardo Mainé.

Cuando decidió irse, su hija menor tenía un año. Él había trabajado en tareas de construcción y como peón para un flete. Un día le dijo a la mamá de su niña, de la cual ya estaba separado: “Me voy del país. Me salió una oportunidad para hacer plata. Te llamo en tres días”. Ella enseguida se dio cuenta de que se iba “de mula”. A los 15 días de ausencia, llamó al padre de Martín y se enteró de la noticia.

Desde entonces la familia hizo gestiones para lograr la extradición. Intentaron en Cancillería y en el consulado de Hong Kong, pero no tuvieron éxito. Debieron conformarse con las cartas esporádicas y la llamada de 10 minutos cada tres meses. Por años la niña pidió por él. Preguntaba por qué no podía ir a verlo a la cárcel. A la mamá le costó mucho explicarle que su papá estaba del otro lado del mundo.

Ya me recorrí las dos prisiones de máxima seguridad de Hong Kong. Ahora estoy en una prisión de mínima seguridad, Tong Fuk (…) Mi pena fue muy dura, muchos años, y estoy terminando.

Los presos en Hong Kong llevan una tarjeta con su nombre que les entregan al entrar a una cárcel. Inicialmente, la “ID” de Martín decía 25 años, luego pasó a 16 por declararse culpable, y finalmente se redujo a 11. Si todo sale bien, quedará libre en marzo de 2020. Pero él no se conforma. Dos veces pidió una revisión de pena y se prepara para un tercer intento.

Martín no quiere hablar de su delito, ni de quiénes lo invitaron a cometerlo, ni de cómo lo convencieron, ni de cuánta plata le prometieron. No dice nada sobre las dos mujeres que partieron junto a él con el mismo destino, pero con mejor suerte. En sus cartas se refiere al amor de Dios, a la desgracia de las mulas y a lo poco que a su juicio hizo el gobierno uruguayo por él. Reclama ayuda. Pero asegura que la verdadera historia no está en Hong Kong, sino en Beijing.

No pido para mí, no señora. Me molesta la luz que me permitió saber que una persona, después de buscar una salida a sus problemas, es atrapada en un país donde no habla el idioma, no tiene familia, está sola, atrapada por gente que no es su gente, golpeada y obligada a hacerse cargo de un cargo que nada más ni nada menos es pena de muerte en una prisión, sin una esperanza, con miedo, dolor y angustia. Pobre mujer, madre santa, no es un animal, es una uruguaya.

20 de enero de 2019

Es una de esas investigaciones de largo aliento, que empezó casi 10 meses antes de su publicación. Aquí se cuenta el periplo de tres uruguayos detenidos en China por narcotráfico. Los tres habían caído en los primeros meses de 2009: Martín, Jorge y una mujer cuyo nombre se omitió en este texto a pedido de su familia. Esa tercera historia sería contada con más detalle por Paula Barquet en una segunda nota, el 11 de agosto de 2019. Ella se llamaba Hilda Provenzano, quien casualmente fue repatriada desde China el mismo domingo 20 de enero de 2019 para terminar de cumplir su pena en Uruguay. Pero al poco tiempo empezó a sufrir problemas de salud. El 18 de julio, de madrugada, Hilda fue trasladada de urgencia a un CTI de Maldonado. “Antes de morir, llamó a su hija y le pudo decir todo lo que la quería”, cuenta Barquet en aquel segundo texto. Tenía 61 años de edad.

Esclava en prisión

El 22 de enero de 2009, apenas nueve días después de la detención de Martín, una uruguaya de 51 años fue interceptada en el aeropuerto de Beijing con 2.500 gramos de cocaína encima. A pedido de la familia, no diremos en esta nota siquiera su nombre de pila.

China es, según un informe reciente del Consorcio Internacional sobre Políticas de Drogas, uno de los 33 países del mundo que conserva la pena capital para quienes comentan delitos con drogas. Los datos indican que entre enero de 2015 y diciembre de 2017, al menos 1.320 personas fueron ejecutadas por este tipo de ofensas. Irán es el que lidera el ranking, con 90% de esas muertes. Sin embargo, el informe explícita que las cifras no contemplan a China, posiblemente igual o más severo que Irán, porque los datos de ese país no son confiables.

A la uruguaya le esperaba ese mismo destino: la muerte. Sin embargo, por gestiones del gobierno uruguayo se le “perdonó” la pena capital y en 2010 se la sentenció a cadena perpetua. Esto según fuentes diplomáticas y policiales, porque oficialmente ni en la embajada de Uruguay en China, ni en la Dirección General para Asuntos Consulares y Vinculación de Cancillería quisieron referirse a su caso.

Una sola nota de prensa lo consignó, en 2010. En el artículo, publicado en Últimas Noticias, decía que la mujer había contratado “costosos abogados”, lo cual parecía ser indicio de su pertenencia a una organización de narcotraficantes.

Desde entonces, no se supo más.

Stanley, una de las cárceles de máxima seguridad en Hong Kong.

Stanley, una de las cárceles de máxima seguridad en Hong Kong.

Martín se enteró de la peripecia de esta señora por boca de un hombre, preso en Hong Kong, cuya esposa había conocido a la uruguaya en la cárcel de Beijing.

Le perdonaron la pena de muerte pero la condenaron a cadena perpetua. Ahora la pena de muerte es por esclavitud en prisión. La gente del gobierno dijo que tuvo suerte y todos contentos, y la señora llorando en una celda.

Él quiere que averigüe de dónde es la señora, cuántos idiomas habla, qué propiedades le confiscaron, cuántas veces viajó a otros países. Es irónico. Se burla de la nota de Últimas Noticias —que evidentemente leyó— y dice:

Las fuentes afirman que la señora formaría parte de la organización. Por supuesto. Es su mula. Pobre mujer. Los abogados costosos se usan para que a la mula no se le escapen palabras como nombres porque la señora tiene familia. Los abogados son los verdugos para que la señora se calle (…) Yo trato de ayudar a esa señora porque son años en todo esto y mi corazón me repite que no es un cuento.

Pero no tiene cómo.

Desde la Dirección General de Represión al Tráfico Ilícito de Drogas del Ministerio del Interior, el jefe, Carlos Noria, busca en la base de datos los nombres de tres uruguayos presos en China y comenta que la poca información que en su momento le aportó Cancillería a la Policía “solo sirvió para verificar domicilios y entorno, lo que no arrojó nada que permitiera abrir una investigación formal”. La familia de Martín enmudeció “por temor a represalias”. A los allegados de la señora ni siquiera pudieron contactarlos.

Y aunque el acercamiento hubiera prosperado, advierte: “El nivel de conocimiento de los correos humanos sobre la estructura de la organización es nulo. Generalmente refieren a quien los contacta para el trabajo con un apodo y son estos quienes se comunican con ellos”.

Noria trabaja hace más de 20 años en contacto con el narcotráfico. Ha visto mulas de zonas marginales, de barrios pudientes, del interior, de Montevideo, mujeres, hombres, jóvenes, mayores. “No hay un perfil. Es tan variado como gente que se puede mover en un aeropuerto”, dice. Cuando se entera de un uruguayo implicado en narcotráfico, Noria intercambia datos con sus pares de otros países para establecer relaciones. A menudo sucede que las mulas son reclutadas en lugares donde no están las organizaciones. La Policía ha desbaratado alguna de origen nacional y varias extranjeras. Las nigerianas son las que están en auge hoy.

Las mulas se mueven como en “olas”, dice. En el último tiempo detuvieron en Carrasco a varios brasileños y algunos europeos. En las cárceles uruguayas hay decenas de mulas extranjeras, sobre todo mujeres y latinas. Y si bien no hay rutas preestablecidas ni destinos impensados, lo habitual es apuntar al mercado europeo. Porque si bien el asiático paga mejor, es sabido que el continente es estricto en su política antidrogas y no perdona. El que acepta viajar a Asia “seguramente lo haga por desconocimiento”, dice Noria. “Todo va en la desesperación”.

En un punto del interior del país, desde el chat de una red social, una hija ahogada en lágrimas por las ganas de volver a ver a su madre se llama a silencio y pide que por favor no se la mencione en esta nota. Asegura que el gobierno no ha bajado los brazos y que sigue negociando con China en la más estricta confidencialidad. Aún conserva la esperanza de su regreso.

Cinco cartas desde Hong Kong

La primera carta de Martín, escaneada por el religioso John Wotherspoon, me llegó el 8 de marzo de 2018. Él estaba dispuesto a contarme su historia, pero no tan rápido: primero tendría que ganar su confianza. En la segunda carta (16 de marzo) Martín me contó alguna cosa de él y me recriminó que no le hubiera ofrecido ayuda. La tercera (17 de marzo) la dedicó a la uruguaya presa en China, cuya situación le preocupa. El 14 de abril llegó la cuarta, en la que Martín insistía con su compatriota presa en Beijing y criticaba las acciones del gobierno uruguayo: “¿Por qué los diplomáticos no dieron la alerta en 2009 con los dos primeros detenidos?”. En junio, con la quinta carta, volvió a reclamar ayuda, aunque no estaba claro qué esperaba de mí: “John pudo cerrar todas las puertas de América del Sur, la de Uruguay te toca cerrarla a vos”. Finalmente, el 17 de julio pasadas las 23 horas, sonó mi teléfono con una llamada desde Hong Kong. Al oírnos las voces todo fue más sencillo. Martín quería que le consiguiera una carta de recomendación laboral para su regreso a Uruguay, pero en esa llamada entendió que yo no podía hacer eso por él. Hablamos de lo mismo que en las cartas, pero con menos tensión. A los 10 minutos, súbitamente se cortó. Pensé en él, en su soledad, en cómo había destinado su única llamada a hablar conmigo. La quinta carta llegó con un pedido de disculpas por si su llamada había molestado a mi familia. Me llamó buddy, sister, me pidió que me cuidara y me prometió una entrevista con toda su historia en cuanto recobre su libertad.

«Lo más grande de mi vida»

Jorge Zunini viaja desde su pueblo natal, Belén (Salto) en un ómnibus que llega a la terminal de Tres Cruces a las seis de la mañana. Cuando lo encuentro lleva dos horas sentado y 20 horas sin comer. No le molesta, dice. Si algo aprendió en los nueve años y cuatro meses que estuvo preso en Hong Kong fue a soportar el hambre y esperar.

Al igual que los otros dos uruguayos, Jorge cayó en 2009. A diferencia de ellos, se declaró inocente en todo momento. En libertad hace cuatro meses, esta es la primera vez que cuenta su peripecia.

Un muchacho de Belén lo puso en contacto con un veterano salvadoreño que se dedicaba a la venta de ropa en Hong Kong. El negocio consistía en traerla de China, cambiarle la etiqueta y venderla por internet a Brasil. Aun contra la voluntad de su pareja, decidió viajar. Se fue un 8 de diciembre de 2008 planeando volver en mayo de 2009. En aquel momento tenía una hija de nueve años, dos hijos de dos y una de uno.

La vida en Hong Kong transcurría como lo había previsto, con 14 horas de trabajo diarias, pagos de US$ 1.800 semanales y hasta 20 kilos de ropa gratis para enviar a su familia. Un hindú que había sido socio del salvadoreño le tramitaba la visa cada tres meses. Pero la última vez, faltando solo 20 días para su regreso, se quedó con su pasaporte más de lo anunciado. Cuando Jorge se lo reclamó, el hindú —con quien había generado confianza— le dijo que no le cobraría el trámite, y a cambio le pidió un favor: que recibiera un paquete en un apartamento. Su única tarea era entregar un sobre y firmar.

Esa firma fue su condena.

El paquete contenía 280 gramos de cocaína. El sobre, su pasaporte con un nombre falso. Y los que le llevaron el paquete eran funcionarios aduaneros que, habiendo detectado la droga proveniente de Argentina en el aeropuerto, habían ideado un montaje para atrapar a quien se hiciera responsable.

Jorge Zunini. Foto: Leonardo Mainé
Nueve años y cuatro meses estuvo preso Jorge Zunini en Hong Kong; lo condenaron por mula pero era inocente.

Foto: Leonardo Mainé.

Jorge asegura que no sabía lo que estaba haciendo. Que ni siquiera llegó a ver su documento falsificado. Con ayuda de una traductora pidió imágenes de las cámaras del apartamento para demostrar que él recién había llegado; pidió, también, que lo condujeran a la oficina del hombre que lo había estafado. Pero nada de eso sucedió. Para peor, el hindú le contrató una abogada que no habló en todo el juicio.

“Los primeros siete, ocho meses, fueron muy duros”, cuenta. “Después de la sentencia me costó más o menos un año entender. Yo entraba a la celda y me ponía a pensar. Por andar con esa porquería, por hacer un favor… eso no es para mí”.

Jorge pasó por tres cárceles de distintos niveles de seguridad —en una de ellas, Stanley, conoció a Martín, aunque no se hicieron amigos—; trabajó en cuatro talleres distintos, primero arreglando tapas de libros, después confeccionando uniformes y sábanas para hospitales, luego haciendo sobres para las facturas de empresas estatales. Conoció a cientos de mulas humanas de todo el mundo. Vio morir compañeros. Adelgazó 20 kilos, aprendió inglés, leyó lo que nunca antes y cultivó la que hoy es su principal virtud: la paciencia.

“Fue lo más grande de mi vida”, dice hoy con 41 años, intentando recuperar el amor de su pareja. Quiere lograr que los tres hijos adolescentes estudien y que no les pase lo mismo que a él, que por no haberlo hecho casi lo pierde todo. No tiene casa, busca trabajo, pero agradece haber salido con vida y con buena salud. Además, su hija más grande lo hizo abuelo.

El 9 de setiembre, cuando llegó al aeropuerto de Carrasco, una funcionaria de migraciones le miró el pasaporte. Como no se declaró culpable, nada en el documento revela que pagó cárcel por mula. “Estuviste viviendo en China?”, le pregunto ella. Él se sonrió: “Algo así”.

Relatos de hambre y soledad en las celdas individuales de las cárceles de Hong Kong

Las cárceles de Hong Kong son consideradas de las mejores del mundo: no circulan drogas, casi no hay violencia, el acceso al cuidado médico es real, se puede estudiar y se cobra un salario por el trabajo (que es obligatorio).

También es de las más caras porque allí los castigos son severos pero no son en vano, y a sus ojos la verdadera rehabilitación incluye, sobre todo al inicio, aislamiento en celdas individuales. Y eso cuesta dinero. Por eso los relatos de quienes pasan por sus prisiones no se centran en las condiciones de reclusión, sino en su vivencia de soledad. Hablan de hambre —porque la comida es poquísima— y de soledad.

En la Cancillería lo saben, pero su respuesta para esta nota fue muy escueta. Adujeron que no podían informar nada “por respeto a la intimidad y privacidad de los prisioneros y sus familias”. Se limitaron a mencionar que los consulados del mundo cumplen tareas de “asistencia humanitaria a los compatriotas detenidos realizando visitas permanentes, apoyando el intercambio de cartas y comunicación con sus familias, la consulta a las autoridades locales interiorizándose sobre el estado de la situación jurídica de los afectados, así como la regularización de documentación, entre otras”.

La cónsul honoraria en Hong Kong, Anabella Levin-Freris, también fue medida en sus declaraciones. “Sí, conozco a los dos prisioneros. Fueron juzgados y sentenciados. El consulado ha hecho todo lo que debe hacer para los ciudadanos en situaciones como esta”, respondió. Agregó que había estado en contacto tanto con Martín como con Jorge en varias oportunidades por “las aflicciones habituales en toda persona privada de su libertad física”. En el momento de la llamada, Jorge Zunini todavía estaba preso. Según contó él ya libre en Uruguay, Levin-Freris cumplió un rol fundamental en su deportación, y está muy agradecido ello.

Pero más allá de la ayuda oficial, en Hong Kong abundan los voluntarios de distintas nacionalidades que realizan apostolado en las cárceles. Jorge conoció a unos latinos que repartían libros en español, y a una señora filipina llamada Adoración, que lo ayudaba a efectivizar el correo con su hermana y a manejar su cuenta de dinero.

El sacerdote australiano John Wotherspoon también acude a las cárceles de Hong Kong como voluntario. Empezó en 1995 y si bien ha bajado la frecuencia de las visitas, nunca ha dejado de hacerlo. Dice que su objetivo es animar a los prisioneros a seguir adelante. Además, los invita a unirse a su campaña “No más mulas” para evitar que otros sigan sus pasos.

Ayuda: John Wotherspoon acerca a los presos a su familia. Foto: El País
John Wotherspoon.

Foto: El País.

Según cifras oficiales, el 20% de los reclusos paga por delitos vinculados a drogas. Y de acuerdo a la información que maneja el sacerdote, de 10.000 presos, unas 300 son mulas provenientes de otros países. Unos 140 son latinoamericanos. Dice Wotherspoon que en su mayoría solían ser hombres, pero en los últimos años aumentaron las mujeres. Tienen entre 20 y 70 años, y casi siempre dejaron una familia. Hay unos 70 colombianos, 20 venezolanos, 12 peruanos, y media docena de Paraguay, Bolivia, Argentina, Brasil, Chile, Surinam. Los uruguayos eran Martín y Jorge; ahora solo queda el primero.

A Wotherspoon aún lo conmueven los recién llegados, especialmente aquellos que fueron engañados o forzados. “Siento que necesito ayudarlos a probar su inocencia”, dice por mail para esta nota. “Apuntan a personas vulnerables que necesitan dinero para sus familias”, asegura.

Redacción

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