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Por Juan José Hurtado Paz y Paz
En los días recientes, Guatemala se ha visto conmocionada por la fuga de 20 miembros de una pandilla que estaban recluidos en cárceles supuestamente de alta seguridad. Los internos salieron uniformados como agentes policiales, con la complicidad directa de personal de los propios centros carcelarios. Este hecho no sólo revela el grado de penetración del crimen organizado dentro de las instituciones del Estado, sino también la incapacidad del Ministerio de Gobernación para ejercer autoridad y control sobre el sistema penitenciario. Es una muestra más de cómo el Estado está debilitado desde adentro, permitiendo que quienes debieran garantizar la seguridad pública terminan al servicio de los grupos que la destruyen. Es un claro ejemplo que evidencia esa corrupción estructural y la falta de control estatal.
Guatemala vive una situación de inseguridad que se ha agravado en los últimos tiempos. La violencia no es un fenómeno nuevo ni aislado: viene de siglos de despojo, autoritarismo, racismo y represión que han dejado una profunda huella en la forma en que nos relacionamos. Es la herencia de múltiples violencias históricas, fortalecidas por la contrainsurgencia que llevó a cabo el ejército, que no se han logrado superar y que, por el contrario, se han transformado y fortalecido, agregándose nuevas fuentes de inseguridad.
Entre los actores que podemos mencionar como promotores o sostenedores de esta inseguridad están:
• El crimen organizado, que ha penetrado las estructuras del Estado y de la sociedad, controlando territorios, economías ilícitas y decisiones políticas. Cuentan con operadores en las municipalidades, gobernaciones departamentales, el Congreso de la República y en el propio “Sistema de Justicia”.
• Otras organizaciones criminales, como las pandillas, que reclutan a jóvenes sin oportunidades y reproducen dinámicas de control y miedo.
• La delincuencia común, expresión de una desesperanza social generalizada y del debilitamiento institucional.
• Las fuerzas armadas y los llamados “cuerpos de seguridad del Estado” que, en muchos casos continúan al servicio de intereses particulares —terratenientes, empresas extractivas o redes de corrupción y del crimen organizado— en lugar de proteger a la población.
• Los grupos armados privados y empresas de seguridad que operan como ejércitos al servicio de poderes económicos. Muchas de esas empresas privadas de “seguridad” han sido creadas y son propiedad de exmilitares.
La violencia se ha utilizado históricamente como forma de dominación para acabar con liderazgos e incluso pueblos enteros, intimidar a comunidades que defienden sus territorios, imponer megaproyectos, mantener privilegios y generar miedo. También se ha utilizado con fines políticos para promover un sentimiento en la población a favor de soluciones de “mano dura” y liderazgos mesiánicos que ofrecen acabar con la inseguridad.
Somos, en efecto, una sociedad enferma de miedo, donde la desconfianza y la impunidad se alimentan.
Las principales víctimas de esta inseguridad son las y los jóvenes. Según datos del Instituto Nacional de Ciencias Forenses (INACIF), más del 40% de las víctimas de homicidio en Guatemala tienen entre 15 y 29 años. Al mismo tiempo, son jóvenes que, en su mayoría, participan en los hechos violentos, atrapados por las redes del crimen, la falta de empleo digno y la ausencia de futuro.
Sin embargo, esta realidad no es inevitable.
Es importante destacar que, a diferencia de las zonas urbanas y algunos corredores del crimen, en las áreas predominantemente indígenas del país se registran los índices más bajos de violencia homicida. De acuerdo con datos del Instituto Nacional de Estadística (INE) y del INACIF, los municipios con mayoría de población indígena —especialmente en los altiplanos de Totonicapán, Sololá o partes de Huehuetenango— presentan tasas de homicidio entre 3 y 6 por cada 100,000 habitantes, muy por debajo del promedio nacional, que ronda los 17 por cada 100,000.
Esto demuestra que la pobreza, por sí sola, no genera violencia. Lo que alimenta la violencia es la desigualdad, la exclusión y la ruptura del tejido social. En muchos territorios indígenas, a pesar de la pobreza material, subsisten principios y valores ancestrales que fortalecen la convivencia, como el respeto, la palabra dada, la reciprocidad, la ayuda mutua y el sentido de comunidad.
La vida comunitaria, expresada en formas de organización, prácticas de solidaridad y trabajo colectivo y en la resolución comunal de conflictos, funciona como red de seguridad y prevención, porque mantiene la cohesión y la corresponsabilidad. Donde la gente se conoce, se organiza y se siente parte de algo mayor, hay menos espacio para la violencia.
Así, las comunidades indígenas no sólo resisten la inseguridad, sino que ofrecen un modelo alternativo de convivencia, basado en la solidaridad y el equilibrio, que el país entero podría aprender a valorar y recuperar.
En el país existen otras experiencias comunitarias, educativas y culturales que demuestran que la violencia puede revertirse si se construyen condiciones de vida digna y sentido de pertenencia.
• En barrios urbanos y comunidades rurales, grupos juveniles, artistas y colectivos impulsan proyectos de arte, deporte y comunicación que reconstruyen el tejido social.
• Autoridades indígenas ancestrales y comunitarias, así como redes de mujeres trabajan en la mediación de conflictos, la recuperación del territorio y la justicia propia, demostrando que la seguridad puede nacer de la organización y la solidaridad desde la base.
• Algunos centros educativos, radios comunitarias y procesos de formación ciudadana contribuyen a generar conciencia crítica y esperanza, sembrando valores de respeto, empatía y cooperación.
Superar la inseguridad requiere crear oportunidades reales para la juventud, promover una cultura de paz basada en la dignidad y los derechos humanos, fortalecer la justicia y recuperar la confianza. No se trata sólo de controlar el delito, sino de sanar una sociedad herida por la exclusión y el miedo.
Las respuestas exclusivamente de “mano dura” han demostrado ser ineficientes y contraproducentes. La represión sin transformación sólo multiplica el miedo y fortalece a los poderes que lucran con la violencia.
Es cierto que el Estado debe hacer uso legítimo de la fuerza para controlar el crimen y garantizar la seguridad ciudadana, pero esa fuerza debe estar al servicio de la ley, la justicia y la dignidad humana, no de intereses particulares.
La verdadera solución exige una estrategia integral, que combine seguridad, justicia, educación, medios de vida, empleo digno y reconstrucción del tejido comunitario. La seguridad verdadera nacerá cuando la vida de cada persona —especialmente de las y los jóvenes— tenga valor, sentido y horizonte.