Leonardo tenía poco más de cincuenta años, acababa de pintar la Mona Lisa y era una estrella reconocida en toda Europa por sus innumerables talentos (pintor, ingeniero, explorador en los ámbitos de la ciencia y la filosofía). Miguel Ángel, mucho más joven e impetuoso, había cumplido 29 y era un prodigio que ya había tallado su David -la estatua monumental del rey guerrero que atrae multitudes a la Galería de la Accademia- y lucía nariz de boxeador, cincelada por un escultor rival durante una pelea. Estamos en Florencia, año 1503, y los autores de las que aún hoy siguen siendo las obras más famosas del mundo -creadas en el mismo tiempo, la misma ciudad–se observan con recelo desde la distancia, ajenos todavía al amargo enfrentamiento que están a punto de protagonizar por culpa de un encargo endemoniado del mismísimo Maquiavelo: pintar sendas escenas de batallas, uno frente al otro o uno al lado del otro, depende de los historiadores, en el Salone dei Cinquecento del Palazzo Vecchio florentino.
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