Cuando entre 1927 y 1931 mandó construir la Masia Mariona, el señor Rafael Patxot Jubert, empresario del corcho y mecenas cultural, aplicó sus conocimientos sobre la masía catalana en el edificio que encargó al arquitecto Josep Danès i Torras. El resultado fue uno de aquellos caseríos, muy habituales en Catalunya entre los años veinte y cincuenta del siglo XX, que actualizaban la arquitectura tradicional con elementos de alta cultura: mosaicos, rejas (las de la Masia Mariona las proyectó Joan Mas Duxans, autor de la marquesina de can Jorba del Portal de l’Àngel). Es la misma idea que mi querido Ignasi de Domènech aplicó a la cocina (enriquecer la cocina de fonda con elementos de alta cocina) y Josep Maria de Sagarra y Salvador Espriu a la literatura (convertir los romances de bandoleros y las historias de pescadores en literatura contemporánea). Toni Arrizabalaga, director del Museu de Ciències Naturals de Granollers, ha medio vivido ese mundo. Su padre heredó parte de la biblioteca de Carles Soldevila y de cuando en cuando me regala algún volumen.
Bajamos a la galería de refrigeración: un corredor excavado en el subsuelo. El aire fresco se repartía por la casa, por unos conductos: era un sistema de aire acondicionado natural. Hace un par de años leí unos artículos sobre geotermia que lo presentaban como el gran descubrimiento. Cuando en los años ochenta Toni empezó a entrar en la Masia Mariona abandonada, los murciélagos pasaban el invierno en esta galería donde la temperatura es constante, sin heladas. En verano se trasladaban a la buhardilla porque el calor favorece la cría.
Lee también
Observamos a los murciélagos prendidos del techo, alguno de ellos lleva amarrado a la tetilla a una criatura que –a finales de julio– ya no es un bebé. La Masia Mariona es la sede del Parc Natural del Montseny pero ha conservado un espacio para los murciélagos. Gracias al sistema Station Edge, con tres cámaras que retransmiten en directo, los estamos espiando. “Es una colonia de hembras –me explica Toni–. Generalmente tienen una sola cría y raramente mellizos. Viven unos treinta o cuarenta años. Aquí debe de haber diez o doce generaciones. Tienen un sistema de cría compartida. Si una pierde el pequeño, ayuda a la hija, a la madre o a la abuela.” “¿Y los machos?”, pregunto. “¡En el bar!” Los machos son individuales y solo aparecen para aparearse. Me explica cómo se sujetan al techo: con un tendón que les estira la uña para abajo. Es como un sistema de poleas. “Para abrir la mano tienen que hacer fuerza, al revés que las personas que hacen fuerza para cerrarla. Una vez cerrada, no hay manera de abrirla. Pasa como con las rapaces. Por esos los cetreros llevan aquellos guantes”. Como si nos oyera, un murciélago sale volando hacia la cámara y vuelve al punto de partida, en un efecto de lanzadera.