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domingo, mayo 25, 2025

La mesa de la Revolución: qué comían los criollos cuando se les ocurrió cambiar la historia

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Por Mariela Blanco

Buenos Aires, mayo de 1810. Hay barro y empedrado flojo. Los revolucionarios van y vienen entre el Cabildo, la Plaza y las tertulias con más preguntas que certezas. ¿Qué hacemos con el Virrey? ¿Qué dirá la Corona? ¿Y qué hay de comer? Porque, seamos sinceros: ninguna patria se funda con el estómago vacío.

Mientras Moreno afila su pluma, French y Beruti reparten escarapelas, y Saavedra calcula alianzas, en las cocinas criollas hierve otra revolución: la del guiso. Y no cualquier guiso. El que se prepara con lo que hay, con lo que se consigue, con lo que rinde. Porque la independencia también tiene gusto. Y huele a grasa caliente.

La olla, madre de todas las patrias

No hay marketing patriótico que supere el poder simbólico de un buen locro criollo. Ese menjunje espeso de maíz partido, porotos, zapallo y carne —de la buena o de la que resiste cuchillo— era el plato fuerte de los días fríos. Se cocinaba lento, como las ideas. Y si sobraba, mejor: el recalentado era casi un nuevo plato.

También había guiso carrero, versión libre del “todo junto a la olla”. No tenía glamour, pero sí mística. Lo comían los que empujaban el país: peones, changarines, y algún cabildante con hambre real. El guiso no tenía bandos ni estirpe.

Y para quienes querían agregarle un toque de sofisticación rural, aparecía la carbonada criolla: carne, choclo, zapallo, batata, frutas secas… y, en ocasiones, horneada dentro de un zapallo grande. Sí, como lo oye: zapallo dentro de zapallo. Cocina con doble fondo.

En las calles de esa Buenos Aires que aún no era capital, las empanadas eran las estrellas del menú portátil. Se podían comer frías, se llevaban envueltas en un pañuelo, y si venía mal la jornada, servían de desayuno, almuerzo y cena. Relleno de carne cortada a cuchillo, pasas, huevo duro, aceitunas y especias: lo justo para alimentar la causa.

Más delicada pero igual de patriota era la humita en chala. Maíz rallado, queso, grasa y amor. Envoltorio sustentable —las hojas del propio choclo— y cocción lenta. Plato heredado de las cocinas indígenas, esas que enseñaron que no todo lo nuevo viene de Europa.

En las casas con algo más de recursos, el puchero era ley: carne de vaca o gallina, papas, zanahorias, repollo. Primero la sopa, después el resto. Comer por partes era la forma criolla de estirar el menú.

Y de postre, lo que hubiera. Dulce de batata o membrillo, si había azúcar. Mazamorra, si no. Esta última era patrimonio de las mazamorreras, mujeres afrodescendientes que recorrían las calles cantando sus pregones con voz de historia. Vendían desde ollas de hojalata, y también servían memoria.

En materia de bebidas, el panorama era sobrio, pero con carácter. Se tomaban aguas de hierbas (cedrón, menta, poleo), aloja o chicha, ambas fermentadas y con algo de picor. El mate, como siempre, era compañero de todo: reuniones, sobremesas y conspiraciones.

Y para los más refinados, vino mendocino o sanjuanino en damajuanas de confianza. El chocolate caliente aún no era tradición patria (eso vendría después), pero sí se lo conocía como bebida de ocasión.

La cocina de la Revolución no tenía chefs ni influencers, pero sí un saber popular afilado. Lo criollo no era una pose: era lo que se cocinaba con lo que había, con lo que se podía, con lo que no se desperdiciaba. Era política de olla.

Redacción

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